domingo, 28 de diciembre de 2008

Esas madres perversas y crueles

El caso que les cuento es real como la vida misma —la vida española misma, maticemos— y sale en los periódicos: madre condenada a cuarenta y cinco días de cárcel y a un año de alejamiento de su hijo de doce años, porque hace dos, en el curso de una refriega doméstica, le dio una colleja al enano, con tan mala suerte que éste se dio contra el lavabo y sangró por la nariz. Y claro. En este faro ético de Occidente en que se ha convertido la España donde algunos moramos, tan salvaje agresión doméstica no podía quedar sin castigo. El hecho de que hayan pasado dos años desde entonces, y de que el menor fuese un poquito gamberro y desobediente, se negara a hacer los deberes y acabara de tirar a su madre una zapatilla, corriendo a encerrarse a continuación en el cuarto de baño, de donde no quería salir, no fue considerado atenuante por la dura Lex sed Lex. Tampoco se tuvo en cuenta que se trataba de un incidente aislado, y no de malos tratos habituales; ni el hecho obvio de que, con las leyes españolas, en un pueblo pequeño como es el de esa familia, una orden de alejamiento supone que uno de los dos, madre o hijo, debe hacer las maletas y largarse del pueblo. 

Pero no importa, oigan. Estoy con la juez implacable que entendió el asunto: no hay atenuante que valga. Es más: tengo la certeza moral de que a ustedes, como a mí —siempre de parte de la ley y el orden, por supuesto—, la de esta cruel madre torturadora les parece sentencia justa y ejemplar. Como bien ha argumentado no sé qué asociación de derechos infantiles, “a los niños no se les pega en ninguna circunstancia, ni flojito”. Y punto. Así de simple. Y menos en estos tiempos, cuando tan fácil es sentarse a dialogar con ellos a cualquier edad y afearles su conducta con argumentos de peso intelectual. A ver qué le habría costado a esa madre —la llamo madre por llamarla de algún modo— pagar a un cerrajero para que abriese la puerta del cuarto de baño y después, mirando muy fijamente a su hijo de diez años a los ojos, decirle: “Hijo mío, ya dijeron Sócrates y San Agustín que a las madres no se les tiran zapatillas. De seguir así, el día de mañana la sociedad te expulsará de su seno. Así que tú mismo. Atente a las consecuencias”

En mi opinión, la Justicia española se queda corta. Una madre capaz de perder el control de esa manera brutal e inexplicable debería ser castigada con más contundencia. Y no con una pena mayor, como solicitaba la fiscalía —la juez fue clemente, después de todo, quizás por solidaridad de género y génera—, sino con medidas drásticas e implacables. Porque, so pretexto de no haber antecedentes penales ni constancia de malos tratos anteriores, la madre se ha ido de rositas. Asquerosamente impune, o casi. Y si de mí dependiera, esa delincuente sin escrúpulos ni conciencia habría ingresado inmediatamente en prisión para comerse cinco años de talego, por lo menos. O más. Y cuando saliera, le calzaría una pulsera con Gepeese y una orden de alejamiento, no del hijo y de su pueblo, sino de España. Al puto exilio. Por perra. Y por supuesto, le retiraría la custodia del niño y se lo daría a alguna familia modélica, como por ejemplo a algún político o banquero. Para que aprenda. 

Pero no hay mal que por bien no venga, oigan. Todo esto me ha dado una idea. De pequeño me sacudieron las mías y las del pulpo; y ya va siendo hora, creo, de que los culpables de aquel infierno paguen lo que hicieron. Yo también exijo justicia. Mi padre, sin ir más lejos, me dio una vez cuatro bofetadas que hoy le habrían costado, por lo menos, un destierro a Ceuta. Y mi madre, hasta que tuve edad suficiente para inmovilizarla con hábiles llaves de judo, no vean como nos puso con la zapatilla, durante años atroces, a mi hermano y a mí. Guapos, nos puso. Por no hablar de los Maristas de Cartagena, España, donde el hermano Severiano nos torturaba bestialmente dándonos capones en clase, y donde el Poteras —a quien Dios haya perdonado—, cada vez que le pegábamos fuego a una papelera o escribíamos El Poteras es un cabrón en la pizarra, nos aplicaba la intolerable violencia de endiñarnos con el puntero y la chasca sin respeto por nuestros derechos humanos. Y claro. Así ha salido mi generación, perdida. De trauma en trauma. Por eso va siendo hora de que los culpables rindan cuentas a la Justicia. Memoria histórica para todos. Barra libre. Así que voy a pedirle al juez Garzón que abra una causa general que los ponga firmes a todos. Que encierre en la cárcel a los que sigan vivos, que alguno queda —tiembla, Severiano—, y desentierre a los otros para escupir sobre sus huesos. A mi padre, por ejemplo, ya no lo pillan vivo. Lástima. Pero mi madre sigue ahí, tan campante. Sus ochenta y cuatro años no tienen por qué ponerla a salvo de su cruel bestialidad de antaño. En esta España, líder moral de Occidente, como digo, lo de la zapatilla no puede quedar impune. O sea. Más vale tarde que nunca. 

28 de diciembre de 2008 

domingo, 21 de diciembre de 2008

Un combate perdido

No es preciso recorrer campos de batalla. Hay combates callados, insignificantes en apariencia, que marcan como la más dramática experiencia. El episodio que quiero contarles hoy no está en los libros de Historia. Es humilde. Doméstico. Pero trata de un combate perdido y de la melancolía singular que deja, como rastro, cualquier aventura lúcida. Empieza en el césped de un jardín, cuando el protagonista de esta historia encuentra, junto a su casa, un polluelo de gorrión. Ya tiene plumas pero aún no puede volar. Lo intenta desesperadamente, dando saltos en el suelo. Observándolo, Jesús -lo llamaremos Jesús, por llamarlo de alguna forma- se esfuerza en recordar lo poquísimo que conoce de pájaros: si los padres tienen alguna posibilidad de salvar al polluelo y si éste acabará por remontar el vuelo, de regreso al nido. La Naturaleza es sabia, se dice, pero también cruel. Cualquiera sabe que muchos pajarillos jóvenes y torpes caen de los nidos y mueren. 

Un detalle importante: a Jesús lo acompaña su perro. El fiel cánido está allí, mirando al polluelo con las orejas tiesas, la cabeza ladeada y una mirada de intensa curiosidad. Como todos los que tienen perro y saben tenerlo, Jesús no puede permanecer impasible ante la suerte de un animal desvalido. Tampoco puede irse por las buenas, dejando a aquella diminuta criatura saltando desesperada de un lado a otro. No, desde luego, después de haber visto crecer al perro, de leer en su mirada tanta lealtad e inteligencia. No después de haber comprendido, gracias a esos ojos oscuros y esa trufa húmeda, que cada ser vivo ama, sufre y llora a su manera. Así que Jesús busca entre los árboles, mirando hacia arriba por si encuentra el nido y puede subir hasta él con el polluelo. Pronto comprende que no hay nada que hacer. Pero la idea de dejarlo allí, a merced de un gato hambriento, no le gusta. Así que lo coge, al fin, arropándolo en el bolsillo del chaquetón. Y se lo lleva. 

En casa, lo mejor que puede, con una caja de cartón y retales de manta vieja, Jesús le hace al polluelo un nido en la terraza que da al jardín. Y al poco rato, de una forma que parece milagrosa, los padres del pajarito revolotean por allí, haciendo viajes para darle de comer. Todo parece resuelto; pero otros pájaros más grandes, negros, siniestros, con intenciones distintas, empiezan también a merodear cerca. No hay más remedio que cubrir el nido con una rejilla protectora, pero eso impide a los padres alimentar al gorrioncito. Jesús sale a la calle, va a una tienda de mascotas, compra una papilla especial para polluelos e intenta alimentarlo por su cuenta; pero el animalillo asustado, temblando, trata de huir y pía para llamar a los suyos, rechazando el alimento. Eso parte el alma. 

Jesús, impotente, comprende que de esa manera el polluelo está condenado. Al fin decide buscar en Internet, y para su sorpresa descubre que hay foros específicos con cientos de consejos de personas enfrentadas a situaciones semejantes. Siguiéndolos, Jesús da calor al polluelo entre las manos mientras le administra la papilla gota a gota, con una jeringuilla; hasta que, extenuado por el miedo y la debilidad, el gorrioncito se queda dormido entre los retales de manta. Quizás al día siguiente ya pueda volar. De vez en cuando, tal como ha leído que debe hacer, Jesús se acerca con cautela y silba bajito y suave, para que el animalito se familiarice con él. Hasta que al fin, a la cuarta o quinta vez, éste pía y abre los ojillos, con una mirada que pone un nudo en la garganta. Una mirada que traspasa. Jesús no sabe qué grado de conciencia real puede tener un pajarito diminuto; sin embargo, lo que lee en esa mirada -tristeza, miedo, indefensión- le recuerda a su perro cuando era un cachorrillo, las noches de lloriqueo asustado, buscando el abrazo y el calor del amo. También le trae recuerdos vagos de sí mismo. Del niño que fue alguna vez, en otro tiempo. De las manos que le dieron calor y de las aves negras que siempre rondan cerca, listas para devorar. 

Por la mañana, el gorrioncito ha muerto. Jesús contempla el cuerpecillo mientras se pregunta en qué se equivocó, y también para qué diablos sirven tres mil años de supuesta civilización que no lo prepara a uno, de forma adecuada, para una situación sencilla como ésta. Tan común y natural. Para la rutinaria desgracia, agonía y muerte de un humilde polluelo de gorrión, en un mundo donde las reglas implacables de la Naturaleza arrasan ciudades, barren orillas, hunden barcos, derriban aviones, trituran cada día, indiferentes, a miles de seres humanos. Entonces Jesús se pone a llorar sin consuelo, como una criatura. A sus años. Llora por el pajarillo, por el perro, por sí mismo. Por el polluelo de gorrión que alguna vez fue. O que todos fuimos. Por el lugar frío y peligroso donde, tarde o temprano, quedamos desamparados al caer del nido. 

21 de diciembre de 2008 

domingo, 14 de diciembre de 2008

Lo que debe saber un terrorista

Oído al parche, terrorista. O terroristo. A ti te lo digo, sí. Quítate un momento la capucha o la kufiya, tío. Lo que lleves puesto. Deja el cuchillo de degollar infieles, el Corán sin notas a pie de página, el teléfono móvil conectado a la mochila bomba, la pistola del tiro en la nuca, el coche trampa y las mentecatas obras completas de Sabino Arana que, encima, analfabeto como eres -hasta las cartas de extorsión las escribes con faltas de ortografía, colega-, no has abierto en tu vida. Deja todo eso un momento y atiende. Tengo unos bonitos consejos para regalarte por la patilla, a fin de que puedas ser un terrorista eficaz y prudente, de los que nunca caen en manos de la policía. En un país serio, esto me llevaría delante de un juez: colaboración con banda armada, apología del terrorismo o qué sé yo. Cualquier cosa lógica. Pero estamos en España, oyes. Nada de lo que voy a decir es cosa mía, sino tomado de los periódicos después de que altos responsables policiales larguen en la prensa con pelos y señales. Es de dominio público, vamos. Al alcance de cualquiera. Así que tú mismo, tronqui. Lee y aprende, porque parece mentira. No os enteráis. Los periódicos llevan años contándolo, y vosotros seguís dejándoos coger como capullos en flor. 

Para empezar, ¿sabes por qué palmó Cheroqui, o Txeroki, o como se escriba? Entre otras cosas, porque los etarras usan cibercafés para comunicarse, y las fuerzas represoras del Estado fascista vigilan esos sitios. Por si no habías caído en la cuenta, lo señaló el ministro del Interior el otro día. Cibercafés, dijo. Con todas sus letras. Y la policía no es tonta. Ya sé que el nivel intelectual de los gudaris ha bajado mucho, y que los liberados, los legales, los kaleborroka y otros heroicos luchadores vascos y vascas seguirán acudiendo a esos sitios cual pardillos, a ponerse correos electrónicos como locos. Quien no da más de sí, no da más de sí. Pero en fin, tío. Por el ministro, que no quede. El que avisa, no es traidor. 

Otro detalle, pringao: que no se te ocurra más, en tu terrorista y puta vida, llevar encima ordenador portátil ni lápiz de memoria con datos de la peña. ¿Vale? Tampoco robar un coche nuevo y ponerle una matrícula vieja: un Peugeot 207 con letras ZL canta la Traviata. Así que elige otras letras, porque si no te van a pillar seguro, como explicó amablemente el jefe de los txakurras a cuanto periodista se interesó por el detalle. Porque una cosa es el secreto policial y otra la transparencia informativa habitual en una democracia madura y diáfana como la nuestra. Ojito con eso. Ya sé que contar minuciosamente cómo y por qué se ha trincado a un terrorista es forma segura de alertar a otros para que no cometan el mismo error, pero qué se le va a hacer. Las policías extranjeras alucinan en colores con lo nuestro, pero aquí nos encogemos de hombros. No passssa nada, coleguis. Cuando se es referente moral y reserva ética de Occidente, como es el caso de España, nobleza obliga. 

Podría contarte un montón de cosas más, terrorista de mis carnes. De este y otros episodios. De etarras patosos y de islamistas chapuceros. Explicarte por lo menudo cómo se los detecta, sigue, vigila y detiene mediante tal o cual instrumento, o porque cometen determinado error. Advertirte sobre cómo debes revisar los bajos de tu coche y localizar la chicharra que le pusieron, eludir el equipo direccional de sonido que graba tus propósitos, evitar aquella autopista porque tiene videovigilancia, no registrarte nunca con tu chica o chico en hoteles así o asá, olvidar tal cafetería, restaurante, carnicería islámica, bar, piso o sucursal bancaria. Pero no me necesitas. Tú mismo podrías, leyendo tres o cuatro periódicos, establecer la identidad del confite que se berreó a la madera sobre tu colega Gorka, o Edurne, o Mohamed, o Manolo. Porque ésa es otra. Hasta las identidades de infiltrados y chivatos salen a relucir, a veces con familia y domicilio incluidos, en este país donde acogerse a la condición de testigo protegido -y no digamos testigo a secas- es jugar a la ruleta rusa con seis balas en el tambor. Como para que colabore la Niña de la Venta. Aquí te venden a cambio de un minuto de telediario, y no sería la primera vez que confidentes o infiltrados tienen que abrirse a toda leche porque una llamada telefónica les advierte que, en media hora, el ministerio del Interior, el portavoz tal o cual, van a detallar ante la prensa hasta la talla de faja que usa la madre que los parió. 

Resumiendo, chaval. En este país de cantamañanas no necesitas un manual titulado Lo que no debe hacer el perfecto terrorista. Basta con leer los periódicos. Pero, claro. Aquí la prensa tiene derecho a saber. Los ciudadanos tienen derecho a saber. Incluso los terroristas -ya te digo que España no es opaca, autoritaria y poco democrática como Gran Bretaña, Alemania o Francia- tienen derecho a saber. En consecuencia, saben. Y aun así, los trincan. Calcula el nivel, Maribel. 

14 de diciembre de 2008 

domingo, 7 de diciembre de 2008

Nuestro vecino del quinto

Lo ha sido todo. Fue Castrillo, alelado contable de Atraco a las tres, y entrañable Paco el Bajo en Los santos inocentes, y malhumoradísimo amigo del protagonista en Ninette y un señor de Murcia, y duro detective privado Germán Areta en El Crack. Fue, entre docenas de personajes, monje, sargento republicano, pícaro del Siglo de Oro, vampiro, gángster, vaquero, mayordomo, compañero de Don Quijote, maestro de escuela, gasolinero, recluta con y sin niño, bandido forestal y mariquita ful. Eso, por citar algo. Ha tocado todos los registros de la interpretación. Su vida es la historia de medio intenso siglo de teatro y cine español. Y su rostro y su voz, sus ingenuidades y cabreos carpetovetónicos, encarnaron en la pantalla, como nadie, el rostro y la voz del español de infantería: lo cutre y lo sublime, lo casposo y lo conmovedor, lo cómico y lo heroico. 

Alfredo Landa, entre otras muchas cosas, es el único caso en la historia del cine mundial en que un actor da su nombre a un género cinematográfico: el landismo. Un cine, ése, pésimo en cuanto a virtudes formales pero fascinante como documento sociológico, que define con involuntario rigor documental cierto tiempo que aquí nos tocó vivir. Y aun así, hasta en los más infames subproductos de ese momento concreto -«Había que comer», dice Alfredo, filosófico y profesional-, brilla siempre, por encima de todo, su inmenso talento como actor. Hay que irse a Italia, con Alberto Sordi, o a Francia con el muy inferior Louis de Funes, para encontrar fenómenos semejantes. Con la diferencia, en el caso de Funes, de que éste era un actor exclusivamente cómico, de un solo registro caricaturesco, mientras que Alfredo Landa cocinó siempre, con idéntica solvencia, lo mismo un cocido que un estofado. Por eso aludo a Alberto Sordi como pariente más cercano. Alfredo lo mismo hace llorar de risa obligándole a comer, navaja en mano, un pollo crudo a José Sacristán, que pone un nudo en la garganta cojeando junto al señorito Juan Diego, o te acojona diciéndole en voz baja a José Manuel Cervino, sin descomponer el gesto, «Bareta, deja el mechero o te vuelo los huevos». 

Y lo quieren. El suyo es uno de los pocos casos -casi inexplicable, todo hay que decirlo- en los que España no se ha mostrado mezquina o infame con los grandes. La gente lo aprecia y se lo demuestra a diario, por la calle. Lo he visto. Ése es su premio, me dijo una vez. El de tantos años de trabajo, intentando siempre hacer las cosas, tocase lo que tocase, lo mejor posible. Ahora, Marcos Ordóñez ha escrito su vida, y yo tecleo esta página para contárselo a ustedes, porque en cierto modo me siento un poco partícipe de ello. Alfredo lo ha hecho todo, lo tiene todo y no necesita más que sentarse con los amigos y charlar de lo mucho que sabe y lo mucho que la vida le ha metido en las alforjas. Y una noche que cenábamos juntos le dije: oye, venerable, es una lástima que todo eso, tu experiencia, esa historia viva del teatro y el cine español, desaparezca contigo cuando hagas mutis final, sin que los demás podamos gozar de ella en detalle. Metiéndonos en la trastienda. Podrías escribir tu vida, le dije. Y publicarla. «Vete a tomar por saco», me dijo, con esa delicadeza que reserva para los amigos. Pero luego lo pensó despacio. Y lo hizo. Contó su vida al hombre adecuado: Marcos Ordóñez. Al enterarme, supe que todo saldría bien. Yo no conocía a Ordóñez más que de haberlo llamado un vez por teléfono para decirle que acababa de leer una biografía suya de Ava Gardner, Beberse la vida, y que éste era una de los mejores libros de ese género que había leído nunca. Perfecto como una gran película, le dije. Apasionante como una gran novela. De modo que, al saber que aceptaba intervenir en el asunto, sonreí y respiré tranquilo. Alfredo estaba en las mejores manos del mundo. 

Ahora, un año después, tengo el libro sobre la mesa, junto al teclado del ordenador. Se titula Alfredo el Grande: 368 páginas que me he calzado a gusto, disfrutándolas como un gorrino en un maizal. Horas de lectura gozosa e instructiva, porque también es la novela de una vida cuyo discurrir está vinculado, escenario a escenario, película a película, a nuestra reciente Historia. En cuanto a Alfredo, nada más adecuado para situar su vida y su obra, su genio de actor extraordinario, que la cita de David Mamet a la que Marcos Ordóñez recurre como revelador epígrafe del libro y el protagonista: «Las mejores interpretaciones raramente son reconocidas, porque no atraen la atención hacia su excelencia. Como cualquier heroísmo real, son sencillas y sin pretensiones, y parecen brotar de una manera natural e inevitable. Están tan fusionadas con el actor, que demasiada gente tiende a pensar que no tiene nada que ver con el arte»

Así que ya lo saben, señoras y señores. Con todos ustedes, Alfredo Landa. El grande. Asómbrense después de haber reído. 

7 de diciembre de 2008