lunes, 19 de diciembre de 1994

Habitación 306


No sabía lo que me esperaba. Llegué al hotel de Valencia de madrugada, hecho polvo, después de ochocientos y pico kilómetros al volante, loco por meterme en la piltra y apagar la luz. Dije hola buenas en recepción, seguí impaciente al mozo que llevaba mi equipaje, le di su propina, dejé la ropa de cualquier modo y caí como un saco de patatas en la cama de la habitación 306. Lo último que recuerdo es el roce del mentón sin afeitar en la almohada. Después me quedé frito. Tres horas después -las siete de la mañana- me despertó un ruido extraño, como si alguien estuviese soplando un instrumento de viento en la habitación de arriba. Sonaba brom-brom en tono grave y me quedé mirando el techo a oscuras, desconcertado. Silencio y otra vez brom-brom, esta vez con una cadencia distinta, repetido una y otra vez hasta convertirse en melodía. No puede ser, me dije. Es imposible que alguien se ponga a soplar un instrumento -me pareció un fagot, pero podía ser cualquier cosa- a las siete de la mañana en una habitación de un hotel de cuatro estrellas.

Pero no lo era. Brom-brom tararí, sonaba una y otra vez a través del techo. Miré el reloj, pensé en la conferencia que debía pronunciar horas más tarde, maldije mi suerte. De todas las habitaciones de hotel del mundo, tenía que haberme tocado ésa. Di dos golpes en la pared, pero el sonsonete del techo continuó, imperturbable. Maldije en arameo, con ese barroquismo mediterráneo que solemos usar los de Cartagena, mezclando a San Apapucio con el ropón de Bullas. Después, resignado, me tapé la cabeza con la almohada e intenté conciliar el sueño. Brom-brom tararí tarará. Aquel floreo final hizo que me sentara en la cama con ansias homicidas. Alargaba la mano hacia el teléfono, dispuesto a pedir la cabeza del fulano o a subir y cobrármela yo mismo, cuando la música se interrumpió un momento y el ruido del agua al correr de la cisterna me dejó atónito. Aquel cabrón estaba tocando el fagot en el retrete, y sólo se interrumpía para tirar de la cadena. El brom-brom se desplazaba ahora por el techo hacia el otro extremo de la habitación, e imaginé al fulano en pijama, soplando feliz, a la espera del desayuno y de la madre que lo parió.

Me abalancé sobre el teléfono y denuncié el hecho a recepción con voz entrecortada por la cólera. Ya se ha quejado otro cliente, respondieron. Ahora mismo intervenimos. Hundí la cabeza en la almohada, esperando, hasta que por fin cesó la música. Sonreí feliz y entorné los ojos. Treinta segundos después, el brom-brom empezaba de nuevo.

La recepcionista estaba desolada. Había subido personalmente a la habitación 406. La ocupante de la habitación era una señorita alemana de una orquesta alojada en el hotel, explicó, y había respondido que ella ensayaba todas las mañanas al levantarse y que le daba igual estar en un hotel de Valencia que en una pensión de Lübeck. Pero usted no puede hacer eso, le dijo la recepcionista. Se equivoca, respondió la alemana. Sí puedo. Y, cerrando la puerta, había vuelto a tocar.

Corté la comunicación con la recepcionista para marcar la habitación 406. Oí el sonido de la llamada, el brom-brom se interrumpió y el ja? de la alemana sonó en el auricular. Para mi consternación, la pájara no hablaba ni english, ni francáis, ni otra lengua que no fuese alemán. O se lo hacía. El caso es que a mis "música nein, yo dormir, sleep, a ver si te enteras, Heidi, o como te llames", respondió colgando el teléfono y volviendo a soplar el fagot.

Les juro que si llega a ser un fulano, subo con un martillo y salimos los dos en los periódicos. Pero no puede uno partirse la cara con una profesora de la filarmónica de Hamburgo que toca el fagot en ayunas, mientras se alivia. Así que volví a marcar el teléfono de la 406 y le dije, desesperado, lo único que sé decir en alemán; "Wagner, kaputt. Tú, nazi". Aquello la cabreó mucho y después de llamarme algo así como hurensonne -hijoputa, creo- colgó, muy indignada, y volvió a soplar más fuerte. Dando el sueño por perdido, por lo menos te voy a reventar el ensayo, me dije. Guerra a muerte al invasor. Así que me dediqué a hacerle sonar el timbre del teléfono accionando una y otra vez la rellamada automática. Como buena alemana, ni se le pasaba por la cabeza dejar el auricular descolgado. Y así estuvimos hasta las nueve, ella interrumpiéndose para descolgar y volver a colgar cuando el timbre le crispaba los nervios, y yo dale que te pego a la tecla. Un modo como otro cualquiera de empezar el día.

18 de diciembre de 1994

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