domingo, 5 de junio de 1994

Los del dieciseisavo


No recuerdo, o quizá no lo supe nunca, quién fue el ministro que, con la complicidad de sus colegas y su presidente de gobierno, puso en marcha la reforma educativa que en este país llamamos LOGSE. Ni sé quién fue ni conozco su paradero; y eso es lo grave de este tipo de asuntos: que los ministros, y los gobiernos, y los presidentes de gobierno, llegan, te lo ponen todo patas arriba y luego se jubilan sin que nadie les exija responsabilidades por dejarte el patio hecho un erial. Y claro, con impunidades como ésas se embaldosan los suelos de las casas de putas.

¿Recuerdan aquel poema de Bertolt Brecht o de no sé quién, sobre el fulano al que le van trincando vecinos mientras él pasa de todo, y después, cuando le llega el turno, ya no tiene a nadie que lo ayude?. Pues eso ocurre en este país: que nos estamos quedando solos en la escalera mientras los chicos del brazalete -los brazaletes cambian según la época, pero los chicos no- se pasean por nuestras vidas y por nuestro futuro como Pedro por su casa. Y no me refiero en exclusiva a los cien años de honradez; ciertos polvos y lodos vienen de antes, y los personajes cambian de ideología, pero no de métodos ni de talante. Recuerden, si no, la gracia de aquel ministro -la sonrisa del Régimen- al que los amigos llamaban Pepito Solís Ruiz: Más deporte y menos Latín.

Pero vamos al grano, que llevo ya un folio en prolegómenos. Les estaba hablando de la LOGSE, y resulta que ahora uno echa cuentas -el arriba firmante tampoco se asomaba al oír gritos en la escalera- y cae en el detalle de que, con la actual política educativa respecto a las Humanidades, un alumno puede perfectamente terminar su carrera sin haber estudiado nunca. -insisto: nunca- ni Historia de la Literatura, ni Filosofía, ni Latín, ni por supuesto, Griego. Dicho en corto: sin saber quién fue Cervantes, ni Platón, ni de dónde vienen la mayor parte de las palabras y conceptos que maneja a diario y conforman su mente y sus actos. Salvo que tenga la suerte de tropezar con profesoras o profesores que posean iniciativa, redaños y vergüenza torera, cualquiera de nuestros hijos puede salir al mundo convertido en un bastardo cultural, en un huérfano analfabeto, en una calculadora ambulante sin espíritu crítico, sin corazón y sin memoria, clavadito a muchos de quienes nos gobernaron, nos gobiernan y nos gobernarán.

Vivimos, en este siglo XX, a merced de quienes controlan los medios de comunicación de masas, los profetas y los cruzados de salón, los que diseñan banderas, himnos nacionales, ideologías, narcóticos, o simplemente diseñan. Náufragos de nuestro fracaso espiritual, somos cada vez más corchos a merced del primero que llega con labia o con recursos suficientes para llevarnos al huerto. Frente a eso, la Cultura con mayúscula, la Literatura, la Historia, las humanidades en general, son la única arma defensiva. De ellas obtenemos aplomo, ideas, intuiciones y certezas, coraje para defendernos y sobrevivir. Las humanidades nos cuentan de dónde venimos y cómo hemos llegado a ser lo que somos; hacen que nos comprendamos a nosotros mismos y a los demás. Nos sitúan, confortan y fortalecen, permitiéndonos asumir nuestra condición de eslabones en una cadena interminable, trágica y maravillosa al mismo tiempo. Nos hacen más fuertes, más sabios. Más libres.

No comparto la infantil teoría, sostenida por algunos, de la conspiración. En realidad, los responsables de todo esto son demasiado mediocres como para actuar de acuerdo a consignas o a un plan establecido. También ellos son víctimas de sí mismos, de sus propias limitaciones, de su estrecha visión del mundo. En el indocumentado con cartera de ministro que pretende convertir las mentes de sus futuros conciudadanos en mecanismos de piñón fijo hay, incluso, buena voluntad: proporcionar a los jóvenes una especializaron que les permita abrirse paso en un mundo técnico donde la palabra humanidades suena a sarcasmo. Pero ni el antedicho fulano ni sus alegres cacheteros -los del dieciseisavo- caen en la cuenta de que tan absoluta claudicación no hace sino ahondar el foso donde se entierra el espíritu del hombre y donde se nos entrega, maniatados, a los tiburones y a los mercachifles.

Asuntos como el de la reforma educativa no traslucen maldad, sino estupidez. De buena fe, supongo, unos cuantos compadres decidieron bajar el listón para colocar el futuro a su nivel. Y han hecho un pan con unas hostias.

5 de junio de 1994

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