domingo, 16 de octubre de 1994

Los viejos reporteros


Ya no quedan. Y de los que una vez lo fueron, estamos enterrando a los últimos de Filipinas. De vez en cuando llegan cartas de jovencitos, de esos que duermen mal y sueñan despiertos, preguntando cómo se hace. Pero ya no se hace. Ahora hay periodismo serio y equipos de investigación, y se adiestran robots con la minga fría, conectada a un ordenador. Ahora incluso, creo, hay una asignatura de ética profesional en las facultades. Ahora todos tenemos la Certeza con mayúscula sentada en el hombro y la obligación de ser responsables, la misión de liderar opinión, salvar la democracia, garantizar la libertad de expresión y cosas así. Ahora, periódicos y periodistas se toman tan en serio a sí mismos que aburren a las ovejas. Así que, aburridos, los viejos reporteros van y se mueren.

El último ha sido Yale. Le cerraron la última edición el otro día en Toledo, con edema pulmonar agudo y una copa en la mano. Los jóvenes plumillas y sus lectores ya no saben quién fue Yale, ni maldita falta que les hace. Pero una vez, con veinte años, el arriba firmante llegó al diario Pueblo de pardillo total, y un cojo con acento cordobés y muy mala leche le dijo:

-¿Llevas aquí tres días y aún no tienes el teléfono de Lola Flores...? ¡Pues tú, chaval, eres una mierda de periodista!

Aquel fulano del teléfono tuvo seis mujeres y ocho hijos, se coló vestido de enfermero en el hospital donde el yerno del Caudillo hacía trasplantes de corazón -aquella España era la monda-, viajó en el avión de Perón, fue a Vietnam, entrevistó a estrellas del cine, a criminales y a folklóricas, agotó reservas de alcohol y tabaco, se encamó con señoras propias y ajenas, y firmó cinco mil veces en primera página cuando para firmar en primera página había que jugarse la magra hacienda y la libertad por conseguir una exclusiva: o sea, mentir, trampear, adoptar falsas identidades, sobornar a funcionarios, guardias y secretarias, ir a los velatorios haciéndose pasar por íntimo del fiambre y, además, robar la foto de boda, con marco de plata y todo, para publicarla en primera. Y de paso, empeñar el marco.

Ya no hay periódicos ni periodistas así. Llegué al oficio cuando estaban a punto de irse, y tuve la suerte y el privilegio de echar los dientes con ellos. De Yale, Tico Medina, Julio Camarero, Carril, Amilibia, el joven Raúl del Pozo, Manolo Alcalá, Germán Lopezarias y tantos otros, los vivos y los muertos, conservo el amor profundo por aquel periodismo bronco, caliente, hecho de olfato y de oficio, donde tantos de ellos se dejaron la salud y la vida. Aquella droga que cada amanecer, bolingas y de arribada, les manchaba los dedos de tinta fresca, con grandes titulares en primera y su firma en un recuadro.

Firma que fue, por otra parte, su único patrimonio. Porque vivieron siempre a salto de mata, dando sablazos a los directores y a los amigos, trampeando y bebiéndose la vida a chorros, quemándola cada día entre el plomo de las linotipias. Fueron golfos, puteros, tahúres, escépticos y resabiados, pero los redimía siempre aquella manera de salir disparados sin decírselo a nadie cuando olfateaban la noticia, la pasión violenta con que vivieron la vida que habían elegido vivir. Nunca, que yo sepa, pretendieron hacer nada trascendente, convertirse en líderes de opinión o en misioneros salvapatrias. Su adversario fue siempre la Autoridad, bajo cualquiera de sus formas, y con ella se echaban un pulso diario. La objetividad les daba mucha risa, y jamás la estricta realidad les estropeó un buen reportaje. En cuanto a la popularidad, les importaba un carajo salvo por el dinero que podía producir. Fueron honrados mercenarios de la noticia, capaces de vender la virginidad de su hermana por una exclusiva, pero leales hasta la muerte a sus amigos y al periódico, a la cabecera que les daba de comer.

El mundo ha cambiado. Ya no hay sitio para ellos ni para su periodismo vespertino, cimarrón, bohemio, entrañable, y quizá sea mejor así. Pero lo cierto es que los echo de menos, y daría cuanto tengo por encontrarme de nuevo en aquella vieja redacción, tímido y jovencito, sin osar abrir la boca, mirando con reverencial respeto las mesas donde, entre humo de tabaco y tazas de café, los vi jugarse al poker la paga del mes, vaciando botellas a la espera de salir disparados con un fotógrafo rumbo a cualquier sitio donde ocurriese algo. Ahora ya tengo el teléfono de Lola Flores, a quien por cierto no llamé nunca. Pero cada vez que me lo tropiezo en la vieja agenda, sonrío a la memoria de las viejas putas que me enseñaron el oficio más duro, más ingrato y más hermoso del mundo.

16 de octubre de 1994

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