domingo, 24 de julio de 1994

Maricones


Dos veces he usado en esta página la palabra maricón. La primera vez aludía a un amigo malagueño que es, en efecto, cura y maricón, y la segunda a un presunto inventor del virus del sida que quisiera librar al mundo de negros y maricones. Nadie, de momento, ha tomado las palabras cura y negro como sinónimos de maricón, pero un par de lectores sí me reprochan el uso de este último término, pues lo consideran despectivo y piden al arriba firmante un poco de respeto. Así que esto viene que ni pintado para meterle mano a un asunto al que va le tenía yo ganas.

Durante mucho tiempo, los homosexuales se han visto colgar al cuello etiquetas con muy mala leche: definiciones infamantes, de esas que se pronunciaban a media voz con un guiño cómplice o una mueca cruel. La cosa tenía variedad, dentro de su infame monotonía: desde el sarasa discreto que las señoras toleraban con escandalizada benevolencia hasta el mariquita notorio del que se choteaban sin rebozo niños y adultos, pasando por la maricona escandalosa y pendenciera, de cuyo camino la gente se apartaba, por si las moscas. En esa España cutre, castiza y garbancera de la que aun no nos hemos librado, España de machotes y de hombres muy hombres como mi Paco, maricón era el peor insulto del mundo, pues venía siempre acompañado del rictus de la boca, la sonrisa burlona y conmiserativa. Ser maricón era un vicio y una desgracia, y a García Lorca le pegaron un tiro en el culo exactamente por ser eso: un vicioso y un desgraciado, que además era rojo, el hijoputa.

Hace años, cuando yo era jovencito e iba a una de esas tertulias de literatos y artistas, conocí a uno de esos mariquitas de provincias tolerados en sociedad. Era discreto, amable, buena gente, y aguantaba las bromas y los chistes de doble sentido con una sonrisa resignada, como si fuera el precio a pagar por una silla en el casino, una voz en la tertulia. Recuerdo bien su sonrisa triste, sus rodillas juntas, su amable y frágil ternura. Otros menos cultos, menos resignados o sin nada que perder, daban un corte de mangas y se vestían de faralaes, o hacían las maletas y se largaban a otra parte, fugitivos o proscritos de la comunidad ortodoxa y bienpensante que les reprochaba no saber guardar las formas. Porque uno podía ser de la acera de enfrente: pero en una sociedad española, cristiana, como Dios manda, se le toleraba, se le dejaba respirar y hasta decir buenas tardes si era capaz de guardar las formas. Las formas eran muy importantes, si eras español y maricón.

Después las cosas cambiaron, hasta el punto de que Manu, por ejemplo, que es un diseñador de talento y un buen amigo mío, es quien me saca los colores a mí cuando vamos a ir un restaurante y le pregunta al camarero si no hay ningún plato especial para maricones, o le dice guapo a los tipos que le parecen guapos, o me toma el pelo porque a mí lo que me gustan son las mujeres y no sé lo que me pierdo. Manu mide uno ochenta y pico y es un vasco grandote y cachas, y no imagino a nadie capaz de mirarlo torciendo la boca burlón, entre otras cosas porque esa boca podrían partírsela en un abrir y cerrar de ojos. Y a lo mejor, si no se la partía Manu, humildemente hasta se la partía yo. Con todo esto quiero decir que hace mucho tiempo que alguna gente, entre la que me incluyo como claque, reivindica identidades y aficiones utilizando como bandera precisamente aquello que anta-fio supuso insulto o vergüenza, porque saben - maricones inteligentes - que no hay complejo que se resista a un par de cojones, o su equivalente, y que a la larga lo que no mata engorda.

Así que pido disculpas a los lectores sensibles en materia de términos y conceptos, pero tengo la intención de seguir recurriendo a la palabra maldita. Porque, tal vez, utilizarla con la misma libertad que todas las otras - y ya saben que en esta página me corto lo imprescindible - sea mi modo particular de rendir homenaje a Manu, y también a los Manus vergonzantes que no dan la cara con su mismo coraje. Y en cierto modo saludar la memoria de aquellos mariquitas de antes, proscritos de una España intolerante y ruin, que tuvieron que sufrirla, qué remedio, como un insulto a media voz, como una broma cruel, como el precio a pagar por una silla en la tertulia, por un saludo del vecino en la escalera. A cambio de la limosna miserable de unos buenos días en la tienda de ultramarinos, un sitio en la cola del carnicero o una gotas de agua bendita a la puerta de la iglesia.

Además, y entre nosotros: la palabra homosexual me parece una mariconada.

24 de julio de 1994

2 comentarios:

Cyrena dijo...

Qué interesante es esto. Pasaron muchos años, y tal vez haya que tenerlo en cuenta. Pero la palabra "maricón" me parece una mariconada; y ni hablar de la palabra "gay". Creo que si yo fuera hombre y mi objeto de deseo fueran los hombres, me autodenominaria "puto". Y creo que no soy la única heterosexual que sospecha lo mismo. Como sea: vivir y dejar vivir; y un brindis por todos los Manus.

Manuel dijo...

La gente que se siente ofendida o herida son los mas prejuiciosos. Llenos de preconceptos no pueden ver al mundo sin que este pase por el filtro de dogmas donde las cosas "son" o "no son" sin tener en cuenta el contexto, que de hecho, es lo que hace a la palabra. Cualquiera que ejercite el buen habla sabe que el contexto es lo que le da relevancia o no a cada palabra, puesto que la misma palabra, en diferentes situaciones, ubicacion dentro de la oracion, entonacion, relacion entre los individuos o parámetros preestablecidos, explicita e implícitamente, son los que pueden transformar una que en un caso pasa desapercibida, en otra puede ofender o tal vez ser el foco de atencion