domingo, 23 de abril de 1995

Patatas


Total. Que el otro día fui a hacer la compra, y me cobraron cuatrocientas y pico por tres kilos de patatas. Y entonces recordé, hace un par de años, a grupos de agricultores españoles regalando tubérculos en las carreteras porque a ellos se las pagaban a duro el kilo, Naturalmente, dejaron de plantar patatas y cultivaron coles de Bruselas, marihuana en macetas o se fueron a las oficinas del INEM. El caso es que ahora no hay patatas. Y las que hay cuestan un ojo de la cara, porque son raras como pepitas de oro o las traen, yo qué sé, de la Mongolia Citerior.

Vaya por delante que no tengo la más remota idea de agricultura o de economía, salvo que las plantas crecen hacia arriba (no todas, creo) y que un fantasma recorrió Europa hasta que el fantasma se volvió tan canalla como los demás, o le pegaron dos tiros. Pero en su indigencia técnica, el arriba firmante cree que durante toda la vida (me refiero a los últimos quince o veinte siglos) el agricultor siempre anduvo plantando lo que estimó conveniente. Después se equivocaba o no, y pagaba el precio de su error unido al ya terrible precio de la sequía, el pedrisco, los recaudadores del rey y demás gajes del oficio. Pero era él quien se equivocaba. Ahora resulta que quien siembra tomates en Mazarrón, por ejemplo, tiene que sembrar exactamente treinta y siete matas un año sí y dos no, aunque sus hijos tengan que ir al cole y comer caliente, porque a unos fulanos en Bruselas les sale esa cuota del disco duro.

Insisto en que toda mi ciencia económica se queda en las tres reglas -hay otra, la de multiplicar, pero ésa los españoles la usamos poco-. Así que en esto resulto muy analfabeto, casi primitivo flamenco. Por eso agradecería que alguien experto en macroeconomía y en parámetros, o como se diga, me lo explicara despacito. Porque habrá sin duda muy poderosas razones para que yo haya pasado media vida oyendo que los españoles teníamos que matar vacas, cerrar los altos hornos tal y las factorías cual, arrancar nuestras vides, desguazar los pesqueros, renunciar a los contratos de trabajo estables, costearnos pensiones de jubilación, seguros de enfermedad alternativos, y pagar unos impuestos de la madre que los parió. Una vez hecho todo eso, los alemanes nos iban a invitar a cerveza gratis, los franceses dejarían de quemarnos camiones y los ingleses nos darían besos a tornillo poniéndose esos ligueros negros de encaje con los que, de vez en cuando, encuentra Scotland Yard asesinados a sus ministros y jueces y gente respetable de Oxford.

Y ahora resulta que no. Que hemos matado las vacas, arrancado las vides y todo lo demás (también hemos plantado girasoles en todas partes; que no sé si tendrá que ver, pero ya aborrezco hasta los de Van Gogh) y ahora comemos filetes de ternera normanda, freímos huevos peruanos importados por Bélgica, conducimos coches franceses con piezas fabricadas en Taiwan, exportamos caballa moruna pescada por Greda, y hasta echamos una cana al aire, quien la echa, con lumis ucranianas que traen proxenetas alemanes, Además estamos en Schengen, sin fronteras interiores, y eso facilita la movilidad de las personas y las mercancías facilita, por ejemplo, que las mafias húngaras que sobornan a aduaneros austríacos puedan traernos heroína en los camiones TIR sin más problemas, y que los traficantes de arte puedan llevarse a Londres o Rotterdam ese retablo barroco o ese Goya al que tienen sentenciado hace años. Pero ojo. Que a mi vecina no se le ocurra plantar una hierbecita de albahaca más de la cuenta en la terraza de su casa, porque entonces cualquier mamporrero comunitario, o cualquier canadiense con redaños y mala leche, le dirá oiga usted, señora, que se está pasando. Y la CEU, y la OTAN, y su puta madre, mirando mientras hacia otro lado ante la sonrisa inalterable del ministro Solana, siempre dispuesto a defendernos con el coraje de un tigre de Bengala.

No me cabe duda de que todo eso tiene una explicación, porque es imposible que nuestra vida haya estado en manos de imbéciles y/o cobardes durante tanto tiempo. Lo que creo es que están tan ocupados luchando contra la corrupción y afianzando la democracia con firme pulso e impasible el ademán, que no tienen tiempo para explicar nada. Y lo comprendo. Pero que ellos también comprendan que me impaciento. Veo que se van a ir de un momento a otro, con prisas y de mala manera, y me preocupa quedarme con tantas dudas; sobre todo porque tampoco lo tengo claro con ese gachó (¡mienteustésornzález!) que viene de relevo. Quizá el último, el que se quede a apagar la luz. Si es que alguien apaga la luz.

23 de abril de 1995

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