lunes, 10 de abril de 1995

Siempre nos quedará París


Hoy le toca a la dulce Frans. Hace un par de semanas se celebró el Salón del Libro de París, que este año los gabachos tuvieron el detalle de dedicar a España, y por allí anduvo una veintena larga de nombres de la vida literaria española, más o menos traducidos al francés. Esos días era posible encontrarse, por ejemplo, a mi vecino de página Javier Marías cogiendo un taxi en el bulevar Saint Michel, a Arrabal y Nieva discutiendo de teatro en la Puerta de Versailes, a José Luis Sampedro con su osamenta quijotesca en las librerías de Montparnasse, a Vázquez Montalbán en cualquier restaurante de la orilla izquierda, o a Antonio Muñoz Molina y al arriba firmante paseando bajo la lluvia por el Luxemburgo, en peregrinación hasta la Closerie des Lilas para rezarle un padrenuestro imaginario a la estatua de don Miguelito Ney, el bravo entre los bravos, fusilado después de aquella metida de gamba de Walerloo.

Y como los franchutes esto de la cultura se lo toman en serio, pues la verdad es que se volcaron en el asunto. Hubo especiales de las revistas literarias, interés de la prensa y la tele, entrevistas y cosas así. Lo curioso es que un salón que es el más importante de Europa después de Francfort, con España como ojito derecho -son lo que son para sus cosas los franceses-, haya tenido escasa repercusión en los medios informativos de aquí, salvo honrosas excepciones entre las que se contó Canal Plus. Tenía su guasa ver por allí a televisiones francesas, alemanas y suecas, y que los españoles estuviésemos todo el día largando en los telejournales o como se llamen, mientras que a la TVE, que tiene corresponsalía en París, rué de Courcelles, nadie la vio ni de lejos. Claro que a lo mejor también estaban en Sevilla, movilizados con lo de la infanta.

Y en cuanto a la embajada de España, qué les voy a contar. Ni al agregado cultural ni al embajador se les ocurrió, no digo ya decir hola buenas, sino mandar una botella de vino. Tampoco es que nadie necesite que la gente del ministro Solana le pague una copa, pues el que más y el que menos puede rascarse el bolsillo para un Beaujolais en cualquier tasca parisina. Yo me refería a la cosa del detalle, habiendo allí gente de respeto, con canas, como Sampedro o Nieva. Como anécdota, contarles que a Fernando Arrabal y señora no les pasaron invitación, y estaban haciendo cola en taquilla cuando un responsable del salón los reconoció -«momieur Aggabal, ¡nais c'est terrible, quesqtíevufé id, mondieu»- y se hizo cargo de lui. O sea que, resumiendo, los de la embajada de España en París quedaron como unos guarros. Dicho sea con ánimo de ofender.

Porque los franchutes son como son, o sea, muy suyos de vez en cuando; y en las entrevistas siempre sacan a relucir el olé-olé y te preguntan cómo pudimos aguantar a Franco cuarenta años (el arriba firmante siempre responde que igual que ellos cinco a los alemanes, con la policía de Vichy deportando judíos). Pero hay que hacerles justicia: cuando está de por medio la palabra Cultura, siempre la pronuncian así, con mayúscula. Quizá por eso, incluso en un país donde el taxista que te trae del aeropuerto es vietnamita, el camarero que te atiende es magrebí y el gendarme que te detiene es camerunés, la gente (y eso incluye al taxista, al camarero y al gendarme) sigue hablándose de usted. En Francia, cultura es sinónimo de patrimonio nacional; y eso incluye literaturas extranjeras, adoptadas como propias a partir del momento en que se traducen al francés. Aquélla es una república donde ni siquiera la infame pirámide de cristal que Mitterrand le endilgó al Louvre pudo impedir que a ese museo siga llamándosele, con orgullo, La Maison du Roí. Un país donde todos tienen muy claro qué es el arte de toda la vida y qué es la farfolla, y donde un crítico habla de libros que ha leído, a la luz de otros que también ha leído, en vez de sentar doctrina a base de ojear solapas con un bagaje literario que no va más allá de Mortimer el minimalista de Arkansas y la madre que lo parió. Porque hay cosas muy serias que no se improvisan; y entre ellas, la cultura entendida como palabra escrita o hablada, el arte como huella de la historia en común y la memoria, son el cimiento verdadero de lo que se entiende como patria; y no algo coyuntural a repartirse entre buitres, analfabetos locos por epatar al prójimo, y sopladores de vidrio. O de diseño.

A veces uno se pregunta si no terminará de viejecito exiliado, paseando en invierno por la orilla del Sena con boina, abrigo zurcido y un viejo libro en el bolsillo. Porque a los españoles, cuando todo se va al carajo, siempre nos queda París.

9 de abril de 1995

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