domingo, 11 de junio de 1995

El hombre que salvó a Jorge Negrete


Antonio tiene sesenta y cinco años, y entre caña y caña cuenta que sus padres lo engendraron en la cabina de proyección de un cine, mientras en la pantalla John Barrymore le tiraba los tejos a Greta Garbo en Gran Hotel. Y si los orígenes marcan destinos, el de Antonio estaba cantado. Proyeccionista desde que tuvo uso de razón, por sus manos han pasado, en su mágico estado original de celuloide y luz, todas las películas importantes que en el mundo han sido. También los ratos libres los dedicó al cine, y fue portero, acomodador, y extra en un montón de películas americanas de los sesenta. Incluso, de cuando las salas aún se usaban como teatros, conserva recuerdos que lo hacen sonreír a medias, evocador, torciendo el bigotillo por encima del vaso de cerveza. La elegancia de Amparito Rivelles. Las piernas de Celia Gámez. O la paliza que una vez le dio a Manolo Caracol con un garrote, porque el maestro estaba mamado y llamó ladrón al empresario.

Pero es el cine, la materia de que están hechos los sueños, lo que llena la vida de Antonio. A veces, cuando te toma confianza, imita a Cantinflas de un modo tan asombroso que si cierras los ojos imaginas al fulano allí, contigo. Y no sólo eso. Tantas veces ha visto las películas, dos o tres sesiones diarias semana tras semana, que es capaz de recitar diálogos enteros de sus secuencias favoritas. Tú estás, es un suponer, pelando una gamba, y de pronto Antonio te mira a los ojos y te suelta un parlamento de cinco minutos en el que Ben-Hur le menta la madre al malvado Mésala. O te habla como si fueras Grace Kelly -una estrecha, apostilla interrumpiéndose un momento- y él Clark Cable en Malambo. O te sacude a palo seco la secuencia final de Los siete magníficos, tiros incluidos, empalmándola sin transición con el diálogo entre Burt Lancaster y Jack Palance en Los profesionales. Aunque mi momento favorito es cuando Antonio levanta el vaso de cerveza como si fueran los Diez Mandamientos, e imita la voz de Charlton Heston en lo del becerro de oro, con el Sinaí echando chispas y aquel terremoto que, calcula, al Cecilbedemille tuvo que costarle una pasta, de mujeres, claro. Antonio entiende más que nadie; no en balde ha pasado su vida entre las más hermosas del mundo, Y lo cierto es que ninguna tiene secretos .para él, pues las poseyó a todas una y otra vez, en la intimidad de su cabina de proyección. Greta Garbo era elegante, sin más. Kim Novak una especie de ternera guapa, con buenas tetas. María Félix, bellísima pero frígida -Antonio se detiene un momento, medita- o fría, que en cine viene a ser lo mismo. Ava Gardner sí era toda una hembra, de ésas como los Victorinos, que hasta dan miedo. Pero mujer, lo que se dice mujer, la Marilyn Monroe de La tentación vive arriba, o de Niágara. Aquélla -Antonio moja el bigotillo en la espuma de cerveza y suspira, absorto en sus recuerdos- era la leche.

Cuando le preguntas por la censura, te cuenta de los años cincuenta y sesenta, cuando le proyectaba las películas al arcipreste, y éste marcaba con tiras de papel los planos a eliminar. Después él obedecía o no, porque cargarse algunas secuencias -el baile de Kim Novak y William Holden en Picnic, por ejemplo- era una atrocidad. Así que luego el arcipreste le echaba unas broncas espantosas:

-«Te voy a descomulgar, Antonio», me decía el jodío.

Sin embargo, después era el propio Antonio quien practicaba la censura por su cuenta. Mesas separadas resultaba muy larga para su gusto, así que la aligeró sin consultar con nadie, acercando un poco las mesas. En cuanto a Guerra y Paz, la retirada de Rusia se le hacía interminable, de modo que le pegó un tijeretazo, haciendo que Napoleón pasara directamente de Moscú a París, ahorrándole el paso del Beresina y 300.000 muertos. Pero su obra maestra fue El peñón de las ánimas. Cuando Antonio vio que aquella película no tenía final feliz, se llevó un disgusto. Jorge Negrete y María Félix no podían morir, porque el público iba a salir del cine hecho polvo. Así que metió cuchilla, eliminando la última escena, cuando el abuelo les dispara, y dejó a la pareja cabalgando hacia el horizonte antes de la palabra Fin.

Ya ven lo que son las cosas. Vas y lo atribuyes todo a la censura franquista, por ejemplo, o al arcipreste de guardia, y resulta que al proyeccionista no le gustaba que mataran a Jorge Negrete. Así se escribe la Historia. De todas formas -le digo siempre a Antonio-, qué suerte, compadre, poder escoger final. Y que todos los recuerdos de uno sean hermosos.

11 de junio de 1995

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