domingo, 17 de marzo de 1996

Roberto, el escritor maldito


Es flaco, chupaillo, con ojeras; y en los días de frío en que va tieso de viruta y no tiene ni para tomarse un cortado, se pone su vieja gabardina y una boina negra, y entra en el café Gijón para quitarse el frío junto a la barra, mirando al personal, que es gratis, mientras Alfonso, el cerillero, le da conversación y algún pitillo suelto. El arriba firmante, a quien distingue con una de esas amistades que no elige uno, pero que te caen encima como cadena perpetua, tiene una foto suya donde sale con barba de dos días, desnudo salvo unos calzoncillos, con una funda sobaquera de pistola bajo la axila derecha, un Camel sin filtro en la boca y mirando a la cámara con la frente arrugada y jeta de chuleta guasón. La misma foto sale en la contraportada de una novela flamenca, violenta y con sexo duro Al sur de tu cintura, que le publicó hace meses una editorial de esas marginales; pero allí, en la contraportada, la foto va silueteada y con dianas de tirar al blanco: una en la frente, otra en el corazón, otra justo en la entrepierna, o sea, en la bisectriz del fulano. De momento ha vendido ciento tres ejemplares -«soy el rey del best-seller para minorías, dice- y todavía no le ha disparado nadie. Mas no pierde la esperanza.

Entre una cosa y otra, tiene un talento que le sale por los desgarros del alma, un buen humor inquebrantable y desesperado, y las trazas del perdedor que se mira el careto cada día en el espejo y lo sabe, pero no se resigna. Si un día canta bingo editorial, será famoso. Si no envejecerá entre nerviosas chupadas al pitillo, con ese talante resignado, sarcástico, teñido de mala leche, que trae la certeza de hundirse lastrado por la propia inteligencia mientras alrededor tanta mierda flota. Entre tanto, lee, escribe, y -como el conde de Montecristo- espera y confía. Lo de leer no siempre lo tiene fácil, porque ya les he dicho que suele andar tieso como la mojama; pero siempre hay amigos que le prestan un libro, o se lo regalan. O libreros que le fían, de grado o a la fuerza, que es más bonito. Y a veces no sólo los libreros, sino también los grandes almacenes y sitios así. Conservas, un champú, ya saben. Como él mismo suele decir, es dura la vida del artista.

Una de sus páginas empieza con la frase: «Dios mío, no me ayudes pero tampoco me jodas». Y hay días en que eso es lo único que le pide a la vida. Que no lo joda. Su novia, su chica, su mujer, es una belleza de piernas largas que trabaja como modelo, entre otras cosas porque alguien tiene que meter dinero en las buhardillas o pensiones que van recorriendo a modo de casa; y el problema es que a menudo, después de cada sesión de trabajo, Roberto tiene que ir a buscarla, o andar apartando buitres, o liándose a hostias -es chupaillo; pero si no hay más remedio, bravo- con los fulanos que ignoran que Clara está loca por él. Se la cameló hace cuatro años, cuando trabajaba de camarera en un bar de copas caras, la noche que ella le dijo qué vas a tomar, y él, que iba sin un duro, pidió agua del grifo. Con mucho hielo, si no te importa.

Claro que el sistema no siempre funciona. Le han roto la cara un par de veces, como cuando cierta paliza lo tuvo varios días en un hospital, en coma. Y es que su capacidad para verse acosado por matones, acreedores, caseros y cobradores de recibos resulta proverbial, inaudita. Mientras tecleo estas líneas anda mudándose de un sitio para otro, con un ojo en los cajones donde transporta sus libros y el otro en las esquinas, porque alguien que sale retratado con malas tintas en la novela -uno de sus ciento tres lectores, que ya es mala suerte- anda por ahí, tras el, con la intención de darle un par de mojadas en concepto de derechos sobre propiedad intelectual de su propio personaje. Son gajes del oficio, dice él, estoico. Riesgos del noble arte de la Literatura.

De todas formas, lo que no mata, engorda. Y aunque es difícil que a ese tipo flaco y entrañable lo engorde algo, igual sobrevive a la mala ruina patatera y flamenca que se ha echado encima, y termina esa otra novela que está escribiendo entre fugas, esquinazos y sobresaltos. Una historia de las suyas: dura y negra, nerviosa, bronca, con sexo, humor y ritmo de música en la estructura. Una historia de la que, a veces, entre dos cañas, se inclina sobre la mesa y me susurra un párrafo corto y rotundo como un disparo, antes de quedárseme observando el careto para ver el efecto. Yo lo miro impasible, pido otras dos cañas y no digo nada. El hijoputa. Párrafos que a veces dan envidia, porque son de esos que salen cuando Dios o el diablo sonríen y te ponen la mano en el hombro. Líneas que desearía escribir uno mismo.

17 de marzo de 1996

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