domingo, 5 de mayo de 1996

Vida social


Pues resulta que estaba el arriba firmante en un bar, a la hora del aperitivo. Y, bueno, decidí realizar una breve incursión a los servicios de caballeros. Estos eran pequeños, impecables, con tres urinarios puestos uno junto al otro. Recuerdo que, antes, la mayor parte de estos artilugios tenían una separación entre ellos; una especie de tabique de mármol o porcelana que preservaba parcialmente, respecto a eventuales usuarios vecinos, la intimidad del sujeto actuante. Tampoco es que la gente volviera la cabeza o se asomara a indagar las características anatómicas del prójimo; pero eso daba cierto relajo al acto, ya de por sí incómodo para algunos entre quienes me cuento, de abrirse la bragueta en lugar público y presencia de desconocidos.

Ahora no. Ahora resulta que, ignoro si por economizar o por imperativos del diseño, los discretos artilugios semejantes a pulpitos de mármol o porcelana de otros tiempos, con su correspondiente y púdico tabique, han liado paso en muchas ocasiones a una especie de recipientes de formas redondeadas que, sin duda para ganar espacio, se sitúan a un palmo uno de otro, obligándote a una intimidad forzosa con tu vecino de asunto, cuando se tercia. De modo que, a poco que te descuides y desvíes la mirada a derecha o izquierda, te encuentras con una amplia panorámica de cuanto ocurre en los urinarios adyacentes. Comprimido además, codo con codo u hombro con hombro, y arriesgándote a que el menor movimiento mal coordinado, un empujón inoportuno, una tos del vecino, te haga, con perdón, mear fuera del tiesto.

Pero hay un aspecto social que puede empeorar, si cabe, el vidrioso asunto de la micción en lugares públicos: cuando el vecino de urinario te da conversación. Tu entras a un sitio donde procuras estar el menor tiempo posible y comportarte como si no vieras a nadie, aparte del lógico "buenos días" o similar, y puede tocarte en suerte un fulano locuaz. Un tipo con ganas de hablar. En una situación que para algunos, como quien esto teclea, ya es violenta de por sí, eso ya puede ser la leche. Fue exactamente lo que me ocurrió el día de marras, y es lo que iba a contar. Entré en los urinarios de caballeros del bar, les decía, que eran tres de los modernos, de esos que ni tienen tabique medianero ni tienen nada. El del centro estaba ocupado por un individuo más o menos de mi edad, corpulento, con cazadora, así que me situé en el de su derecha, que me pareció más espacioso que el de la izquierda, embarazado por una máquina que al principio pensé era de tabaco pero que, tras un vistazo, se reveló como expendedora de preservativos de alegres colores. Mi vecino de mingitorio permanecía inmóvil, atento a lo suyo que, por su actitud y el sonido constante que emergía de su zona de acción, imaginé iba para largo. Me situé a su lado, dispuesto a realizar las operaciones oportunas, y en ese momento se volvió hacia mí, sonriente. "Ya has ligado, Arturete", pensé, dispuesto a cerrar la cremallera de mis tejanos y batirme en oportuna y diplomática retirada. Pero me equivocaba. En el tono más natural del mundo, mi vecino movió campechano la cabeza, y dijo: -Dichosa cerveza. Llevo media hora meando.

Tras lo cual se quedó mirándome, siempre sonriente, en espera sin duda de que yo expresara mi simpatía por su situación con una respuesta comprensiva, adecuada. Busqué desesperadamente una palabra o una actitud que no sonaran a desaire; pero en semejante situación, con las dos manos en la bragueta y el ruidillo del chorro de mi vecino como sonido de fondo, la cosa no era fácil. Y más cuando, por decirlo de algún modo, la situación acababa de cortar en seco, nunca mejor dicho, el impulso que me había llevado hasta allí. Así que, mientras intentaba concentrarme en el asunto, miré fijamente un azulejo blanco de la pared, en uno de cuyos ángulos ponía Roca en minúsculas letras azules, y emití una especie de gruñido que igual podía ser una afirmación que una negación, y que en cualquier caso no comprometía a nada. Pero eso fue un error. Porque, alentado seguramente por lo que consideró una muestra de simpatía, mi vecino insistió: -Jodía cerveza.

Y mientras seguía con lo suyo, incontenible, echó un vistazo animoso, solidario, al silencio que yo tenía entre manos a la altura de mi bragueta. Y cuando al rato acabó por fin lo suyo, y se fue tras despedirse como si acabáramos de hacer la mili juntos, yo aún seguía allí, desesperado, inmóvil, mirando la pared y sin echar ni gota. Con cara de gilipollas.

5 de mayo de 1996

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