domingo, 11 de mayo de 1997

Miles gloriosus

Pues me van ustedes a perdonar o no, pero al arriba firmante no le sorprende lo más mínimo que un sargento español hasta arriba de pacharán le descerrajara un tiro a un recluta en la barra de un bar cuartelero. Pese a todo lo que ha llovido, la especie pelo en pecho y ole mis huevos, o sea, los psicópatas con galones que adoran jugar con las pistolitas, y con escopetas, y apuntarte a ti y apuntarse ellos, y se pasean por los cuarteles y por la vida como si acabasen de asaltar heroicamente una trinchera enemiga, trinchera que por cierto no han visto ni de lejos en su puta vida, no sólo dista de extinguirse sino que sigue gozando de buena salud. Cualquiera a quien su trabajo o su desgracia lo haya llevado a conocer bares de cuartel sabe de casos semejantes, protagonizados por bocazas, fantasmas, pistoleros, borrachos contumaces y retrasados varios que, por alguna extraña razón, parecen convencidos de que uniforme y pistola consagran su hombría, y permiten la exteriorización impune de sus frustraciones, sus complejos o su mala leche.

Hay en España, y sería injusto decir lo contrario, militares profesionales y rigurosos. Alguno de ellos, incluso, cree oportuno honrarme con su amistad. Pero junto a ellos subsisten los residuos de una deprimente variedad castrense que, a falta de guerras y cosas así en que ocuparse, vive enganchada a la barra del bar. Nada tengo, pardiez, contra quien decide mamarse a conciencia. Cada cual es cada cual. Pero cuando de tu autocontrol o tu pistola dependen las vidas de centenares de chicos arrebatados a sus familias para esa injusta gilipollez en que se ha convertido el servicio militar obligatorio, la cosa ya no es una actividad personal, ni inocente. Una vez conocí a cierto general, con mando sobre miles de hombres, a quien cuando salía de casa por la mañana sólo le faltaba meterse bajo el brazo, en vez de bastón de mando, la botella de Johnnie Walker. Y en El Aaiún, en el año 75, estaba yo en un bar de lumis cuando a un capitán se le ocurrió destrozar a tiros las botellas al otro lado del mostrador, hasta que sus compañeros le quitaron el cubalibre y el fusko. Y cualquiera que haya hecho la mili en España conoce bien cada cuartel tiene al menos un ejemplar de muestra a ese suboficial vociferante, analfabeto y borde, adicto al agua de fuego, con vocación de instructor de marines, que se cree Rambo y jura hacer de ti un hombre aunque revientes. Y en efecto, a menudo consigue eso. Que revientes.

Toda esa chusma garbancera, pasada y cutre, ese talante de prepotencia machista cuartelera empapada en alcohol, podía tener cierta justificación en otro tiempo: cuando el militar español, por razones de oficio y coyuntura histórica, era un individuo propenso a palmar en escabechinas periódicas. Su carácter de nonimal defensor de la sociedad le daba cierto prestigio, privilegios y desahogos de los que sin duda abusaba; pero que luego compensaba haciéndose acuchillar por los franchutes en Rocroi o por los turcos en Lepanto. Toda esa parafernalia del viva la muerte y para cojones los míos, tan socorrida, podía ser más o menos aceptable, pues siempre era mejor que uno de esos animales fuese a que lo hicieran filetes que ir uno mismo. Así que se les toleraba; y cuando se mamaban mucho pormenorizando cómo iban a comerse al enemigo sin pelar, tú decías bueno, vale, estupendo, les pagabas la copa y te quitabas de en medio por si las moscas. Pero en este país, lamento recordarlo, en los dos últimos siglos debemos al miles gloriosus más desgracias que beneficios, y más asonadas y represiones que victorias y jolgorio. Así que, a estas alturas de la España imperial, los Rambos tragafuegos pueden irse a mamarla a Parla. Porque esos chusqueros y esos espadones bocazas ya no están a medio camino entre Pavía y el Barranco del Lobo, sino que vienen de cocerse en el bar después de ver por la tele El sargento de hierro, y se creen, encima, que son Clint Eastwood. Y que a semejantes tiñalpas les den poder de vida y muerte, con borrachera y pistola incluida, sobre chicos de dieciocho años que están allí a la fuerza, hechos polvo en los estudios, en el trabajo y a menudo en la vida, y sin humor para aguantar el sadismo, las frustraciones, las tajadas de jumilla o las batallitas del sargento Cebolleta. Eso, se mire como se mire, no tiene perdón de Dios.

11 de mayo de 1997

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