domingo, 8 de marzo de 1998

El viejo profesor

No hay un soplo de brisa. Llueve silenciosamente sobre las playas de San Juan, y los cañones del antiguo fuerte español apunta hacia el mar Caribe como centinelas melancólicos de hierro y oxido, aún a la espera de una imposible incursión de filisteos, ingleses cabroncetes o herejes holandeses. Bajo el cañizo que nos protege de la lluvia, el viejo profesor don Ricardo Alegría mira la bandera de las barras y estrellas que cuelga del mástil:

No imagina cuánto nos ha costado a los puertorriqueños que usted y yo estemos hoy aquí hablando español.

Después sonríe, cómplice, bajo el bigote gris. Junto a nosotros, un matrimonio de turistas gringos se filma mutuamente en vídeo. Recién salida ella de una teleserie norteamericana. Pantalón corto él, camisa hawaiana, gorra de béisbol, con la avispada jeta de un rumiante de Arkansas: todo un intelectual.

- Cada uno - murmuró- tiene la lengua que se merece.

- Qué pena que su gobierno no entienda eso.

- No es mi Gobierno, profesor. Yo, ni dios ni amo.

Acabamos de salir de la Universidad, donde centenares de muchachos ávidos de español nos han asediado a preguntas y comentarios durante horas. Y es que hay que joderse. Uno se mete en un avión, cruza miles de millas de océano Atlántico, y llega a lugares donde todavía se conserva la memoria de la lengua, de la cultura trimilenaria que nace en la Biblia, en Gracia, y en Roma, se mezcla con el Islam y florece en la latinidad medieval, en el Renacimiento y los siglos de Oro, y luego viaja a América para el mestizaje con lo indígena y lo africano. O sea, que uno viaja al quinto coño y se encuentra con que en el Caribe conservan lo hispano con más celo y respeto que en la propia España. Quevedo, Cervantes, Lope, Moratín, Galdós, Valle, Clarín, siguen vivos y admirados, mientras nosotros copiamos teleseries de mierda yanquis o perdemos el culo y la memoria con la idea de Europa, volviendo la espalda a esa América que debería ser aliada natural, cómplice y hermana. Sustituyendo irresponsablemente una cultura rica y mestiza por una cultura -por llamarla de algún modo-elemental, de diseño. Una cultura técnica y bárbara.

- Tal vez con esto del 98.... -apunta sin demasiada esperanza el viejo profesor.

Me río bajito, entre dientes, con muy malaleche. El 98, respondo, sólo va a servir para el presidente Aznar y sus mariachis le hagan otra solemne succión a los Estados Unidos, a quienes con esta moda de la construcción europea políticamente correcta, son hasta capaces de pedir perdón por no haber capitulado en el acto cuando la guerra de hace un siglo. No hay más que fijarse en Cuba, donde se te cae la cara de vergüenza, pues ni Franco cayó tan bajo como para poner en manos de Washington la propia política hispanoamericana. Además -añado-, hablar a estas alturas del español como algo importante, aunque sea como vinculo con Hispanoamérica, podría alterar el pulso de los cínicos caciques vascos y los mercantiles catalanes que el Pepé necesita para seguir haciendo ale hop en el alambre. Así que mucho me temo, profesor, que a mi gobierno como usted lo llama, el español que allí decimos castellano- se la trae bastante floja.

- ¿Y la oposición?

Mi carcajada hace volver a cara al gringo y a su foca en versión Barbi. Luego me aplico a explicarle al profesor las diversas acepciones que en España tienen la combinación de las palabras analfabeto y gilipollas.

- Como decirle -termino- que un ex ministro de Educación y de Cultura es ahora secretario general de la OTAN... Y sin embargo -mueve la cabeza el viejo profesor- la nuestra es una lengua hermosa. La más hermosa del mundo, la más rica, la que hace posible los más perfectos versos, la mejor prosa que los hombres hablaron o escribieron jamás. Una lengua hija de treinta siglos, intensa y diversa, junto a la que la usada por Shakespeare no es sino un balbuceo elemental de pueblos bárbaros. Una lengua vehículo intenso de placer, cultura y memoria; identidad imprescindible que en Puerto Rico, y en Cuba, y en el resto de América, cien años después, sigue siendo símbolo de independencia frente al gigante bastardo del norte. Pero ya ven. Y es que a fin de cuentas, y en efecto, cada uno tiene la lengua que se merece.

8 de marzo de 1998

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