domingo, 13 de septiembre de 1998

El hombre de la rifa

Lo recordé hace unos días, por casualidad, al escuchar una antigua canción de Joaquín Sabina, Balada de Tolito, del tiempo en que Sabina aún escribía bellas canciones. «Morirse -concluye la letra-debe de ser dejar de caminar». Tal vez se refería al mismo individuo que conocí hace años; pero ignoro si se llamaba o no Tolito, porque nunca supe su nombre. Solía aparecer a mediados de los ochenta, en los trenes de cercanías de la sierra de Madrid. Subía en cualquier estación, cambiando de un convoy a otro entre siete y diez de la mañana, cuando la gente va camino del trabajo y prefiere ir tranquila en el tren, leyendo un libro o el diado, en vez de pegarse hora y media de atascos al volante. Era un hombre de edad, en torno a los sesenta, con el pelo gris y una cartera de piel muy ajada, grande, llena de objetos misteriosos. Iba de vagón en vagón, y cada mañana ejecutaba el mismo ritual: primero repartía un caramelo pequeñito a la gente, gratis. Después se aclaraba la voz y con tono muy educado decía damas y caballeros, el sorteo va a empezar, por sólo veinticinco pesetas tienen ustedes derecho a premio fabuloso y extraordinario. Y a continuación repartía unos naipes de baraja en miniatura, impresos en papel muy malo, entre quienes lo deseaban. Al cabo, reclamaba otra vez educadamente la atención, sacaba de la cartera una baraja más grande, pedía a alguien que eligiera carta, y tras identificar al agraciado le hacía solemne entrega del regalo: un torito de plástico, un folleto con poemas, un cortaúñas de propaganda, una bolsa de caramelos o un punto Farías. Después saludaba muy atento, decía muchas gracias, y se bajaba en la siguiente estación, a esperar otro tren.

Los habituales de aquella línea estábamos acostumbrados a su presencia. Había que ser muy rasca y muy cutre para no soltar cinco duros cuando te ofrecía uno de sus naipecitos de papel. Y a mí me gustaba aquel fulano; tal vez porque tenía cara de buena persona y sonreía a los niños, cuando los había, al darles el caramelo. O por su chaqueta algo estrecha y sus pantalones raídos. O por aquella cartera que apretaba contra el pecho como si contuviera un tesoro. También me gustaba su cara, siempre pulcramente afeitada, y el tono educadísimo con que anunciaba que el sorteo estaba a punto de comenzar. Pero sobre todo me conmovían sus ojos tristes; ojos de derrota que nunca miraban los tuyos ni los de nadie, como si temieran hallar hostilidad o burla. Supe por un revisor que se ganaba así la vida desde hacía muchos años, a cinco duros la papeleta. Y que antes había viajado por toda España, buscándose la vida de feria en feria.

Yo solía interrumpir la lectura del libro que tenía en las manos para observarlo durante todo el tiempo que duraba su trabajo. No resultaba difícil imaginar de qué España y de qué tiempos procedía aquel solitario superviviente: años de caminos, ferias y estaciones, subiendo y bajando de trenes y autobuses, recorriendo andenes helados de escarcha invernal, o relucientes de lluvia, o calurosos de polvo y sol en verano. Un café, y un coñac, y un cigarro a veces entre uno y otro, en aquellos destartalados bares de andén. Y la soledad. Y la vieja cartera de piel como único patrimonio, pensiones de mala muerte, carreteras, ferias de pueblo donde buscar un rincón tranquilo para vocear con suavidad su modesta mercancía sin que lo incordiaran los municipales. El tenue sueño de la suerte, oigan, sólo veinticinco pesetas, muchas gracias, señora. Ha resultado agraciado el as de oros.

Un día dejó de aparecer por esos trenes. Se murió, se jubiló o simplemente dejó de caminar, como decía Sabina de aquel otro personaje que a lo mejor era el mismo. Desapareció en la niebla gris de la que salía cada mañana de invierno, en los andenes del ferrocarril donde transcurría su vida. Durante algún tiempo eché en falta sus enternecedores naipes de papel, sus caramelos envueltos en celofán -una vez resulté agraciado con el torito de plástico- y sus educados «damas y caballeros, el sorteo va a comenzar», dichos con una humilde dignidad que daba un valor singular a los miserables objetos que repartía. Luego lo olvidé, y más tarde dejé de viajar en esos trenes. No recuerdo qué hice con mi torito de plástico negro; lo más probable es que fuese a parar a una papelera aquella misma mañana. Hoy siento no haber conservado aquel fabuloso regalo, damas y caballeros, resulta agraciado el tres de espadas, que conseguí una mañana de invierno en un tren de cercanías, por cinco duros.

13 de septiembre de 1998

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