domingo, 4 de abril de 1999

El viaducto y el alcalde


Me gusta el Viaducto de Madrid. O más bien me gustaba. En otro tiempo vivía a diez minutos de él, y mis veintipocos años amanecieron más de una vez fumándose un Ducados, que era lo que fumaba entonces, de codos en la barandilla de ese paso elevado, meditando sobre el pasado reciente y el futuro más o menos inminente. Me gustaba tener los tejados y las casas del viejo Madrid al alcance de la mano, y las Vistillas a tiro de piedra. Y al otro lado, más allá de la Cuesta de la Vega y el Manzanares, la mancha oscura de la Casa de Campo templaba mis nostalgias, pues solía imaginar que era agua en vez de árboles, y que me hallaba ante un puerto de mar y no en mitad de las Españas…

Nunca vi suicidarse a nadie, al menos allí. Una noche se detuvo cerca una mujer. En una novela o una película supongo que el testigo, o sea, yo, habría ido hasta ella para darle conversación y disuadirla de algo. Pero siempre fui partidario de que cada cual resuelva sus propios asuntos, así que me estuve quieto donde estaba, observando, hasta que la señora, que a lo mejor había salido sólo a dar un paseo, siguió camino rumbo a sus cosas y ni se tiró, ni nada. Recuerdo que me miró un momento igual que yo la miraba a ella, y a lo mejor hasta se dijo mira, ese chico debe de estar pensando en tirarse abajo. El caso es que esa vez fue la que más cerca estuve, o lo estuvo mi imaginación, de comprobar la utilidad siniestra del viaducto madrileño.

Pero el otro día pasé por allí, dándome con una desagradable sorpresa en forma de enormes y horrendos paneles de metacrilato atornillados a la acera, que dejan las barandillas al otro lado. Unos chismes presuntamente protectores colocados por el ayuntamiento, que impiden no sólo que la gente se tire viaducto abajo, sino también que los transeúntes puedan detenerse a fumar un cigarrillo, o a mirar el paisaje. Unos paneles que pronto se verán, como ocurre siempre, decorados con pintadas y grafitis y eso que ciertos soplapollas de diseño llaman arte urbano. Unos paneles, imagino, por los que alguien, como ocurre siempre en estos casos, habrá trincado una pasta.

No sé cómo serán los alcaldes de los respectivos pueblos de todos ustedes. Sobre el de Madrid, mi amigo y vecino el inglés de la espalda negra y el corazón tan blanco, que es presidente del CFAM (Club de Fans de Álvarez del Manzano), ya los ha ilustrado en otras ocasiones con shakesperiana y certera prosa, de modo que poco tengo que añadir al respecto. Salvo, tal vez, que observando su gestión, sus obras públicas, su pésimo gusto, los rincones turbios de su entorno y las inexplicables —o más bien repugnantemente explicables— cosas que pasan en esta Villa y Corte de la que pese a todo sigue siendo alcalde, uno comprende que Madrid sea la inhabitable y vergonzosa mierda de ciudad que es. Con ese tío me pasa lo que con el secretario general de la OTAN: por no gustarme no me gusta ni la cara que tiene. Pero, después de todo, sigue ahí porque hay gente que lo vota. Y a fin de cuentas, ya saben, cada uno tiene la capital, y el alcalde, y el secretario de la OTAN y el viaducto que se merece. Porque a eso iba. Uno, en última instancia, que tiene intención de jubilarse en el mar y a quien a largo plazo Madrid le importa un testículo de pato, puede pasar mucho de que un alcalde al que todo desmán se le consiente —y eso lo tiene acostumbrado a sodomizar urbanística y reiteradamente a sus vecinos con absoluta impunidad y pingües beneficios, como mínimo políticos— se calle como una puta cuando, sus compadres del Pepé, con el silencio cómplice del Pesoe, se llevan al Alcázar de Toledo el centenario museo del Ejército de Madrid, o tenga media ciudad en sospechoso estado de obras permanente, o ponga macetones horrorosos, y chirimbolos publicitarios de juzgado de guardia y paneles de metacrilato donde le plazca y lo dejen. Pero en cuanto al viaducto y los presuntos suicidas y todo eso, alto ahí. Aparte las cuestiones estéticas y la barandilla y el paisaje y toda la parafernalia, e incluso aparte la gilipollez de suicidarse mientras no cumplas ochenta o andes listo de papeles, lo que resulta intolerable es tanta tutela hipócrita y meapilas y tanto rollo macabeo municipal. Así que, en lo que a mí se refiere, mi primo puede meterse el metacrilato donde le cabe. Reivindico el derecho a tirarme por el viaducto, o por donde me salga de los huevos. Porque ya es el colmo que después de convertir la vida de los madrileños en un calvario, este alcalde —o lo que sea— pretenda encima impedirnos escapar de ella.

4 de abril de 1999

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