domingo, 1 de agosto de 1999

La chica de Rodeo Drive


El restaurante está casi en la esquina de Rodeo Drive. Es una pizzería en plan bien, frecuentada por gente del cine y de las lujosas tiendas y galerías que llenan el Triángulo de Oro. Raquel y Howard, mis agentes, han organizado un encuentro con fulanos de Hollywood, tiburones y tiburonas de sonrisa tan fácil como la de los escualos hambrientos, ya se pueden imaginar, contratos sobre la mesa y llámame Mike, y mucho jijí jajá, pero si no te lees con cuidado hasta la última coma de la letra pequeña vas listo: te roban hasta la camisa, y además puedes encontrarte un cuchillo entre los omoplatos. El caso es que allí estamos, sonrientes y corteses y campechanos y pensando tras la sonrisa: a mí me la vas a pegar tú, hijoputa. De vez en cuando bebo un sorbo de vino de California. «Vaya una mierda, o sea, shit, de vinos tenéis aquí», he dicho hace un rato, más que nada por fastidiar, y todos se han reído mucho, ja, ja, hay que ver qué gracioso ha salido este cabrón. Lo mismo se habrían reído si llego a decir que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Ellos cobran por reírse en los momentos oportunos mientras te llevan al huerto.

El caso es que yo bebo el vino, que por cierto es estupendo, y de vez en cuando bajo la guardia y miro a la chica que está en el atril de la entrada. Se llama Elena Trujillo, según su chapita de identificación, y es gringo-mejicana. Hace un rato, cuando le hablé del pueblo del que procede su apellido, me pidió que se lo describiera y estuvimos charlando unos minutos. No es guapa ni fea. Tiene la nariz inflamada y los cercos morados bajo los ojos que delatan una recientísima operación de cirugía plástica; y cuando yo bromeé cortésmente sobre eso, aventurando que le quedaría una bonita nariz, ella suspiró un momento, miró a las mesas donde se sentaban productores y actores, y dijo: «ojalá».

Ahora desmenuzo esa palabra mientras la observo sonreír a los clientes y acompañarlos hasta sus mesas, y pienso en su enternecedora nariz operada, y en el modo en que habla y sonríe y camina, y en cómo debe de cruzar los dedos por dentro cada vez, cada día, diciéndose que sí, que quizás ese escritor español que habla inglés como los indios de John Ford y charla con los gringos rubios, o el actor sentado al fondo, o el agente cazatalentos que mira alrededor olfateando rostros y nombres, se fijen hoy en ella y le den, por fin, ese empujoncito que la llevará a la pantalla y a los sueños y a la fama y a la gloria. Y pienso en ella y en todas las chicas que he visto otras veces, apostadas en la esquina de la vida esperando el golpe de suerte; seguras de que en ellas se cumplirá la ambición donde otras fracasaron, y un día serán cartelera junto a Hugh Grant; y de todas las humillaciones, de todas las desilusiones, no quedará sino un mal recuerdo que habrá valido la pena, como el costo de esa nariz operada que tal vez allane por fin el camino. Eso es lo que pienso mientras miro a Elena Trujillo esperando como Penélope, sentada en su banco del andén, a que Richard Gere le diga tú eres Pretty Woman, y se besen, y suene la música.

Y sigo pensando en ella y en las otras chicas que me he tropezado estos días, soñando con ser actrices en Beverly Hills, o la semana pasada queriendo ser modelos en el hotel Delano de Miami, vestidas para matar, botín de marrajos sin conciencia al término de cada fiesta. Pienso en aquella lumi cansada y elegante con la que estuve charlando en el bar del hotel, otra hispana todavía guapa, ajada lo justo, y los ojos sarcásticos con que miraba a las jovencitas que iban y venían, bellas y arregladísimas, como diciendo: así empecé yo. Y se me va la olla hasta Madrid, o hasta donde sea, y pienso en todas esas chicas altas y delgadas hasta la anorexia que, en vez de estar luchando por ganarse la vida de un modo normal, te las encuentras camino de un casting, con sus bolsas en la mano, su artificioso caminar y sus expresiones prematuras de top model de vía estrecha, con los ojos velados por el sueño de ser un día —hay que joderse con el sueño— como Mar Flores y salir en Tómbola.

Eso es lo que pienso allí sentado, en el restaurante italiano de Rodeo Drive, con los fettuccini enrollados en el tenedor, y frente a la sonrisa artificial, más falsa que judas, de la directora de marketing de los estudios Mortimer & Flanagan. Y por eso me remuevo incómodo en mi silla, cuando, desde su atril de recepción, con su pobrecita nariz operada, Elena Trujillo mira por enésima vez hacia nuestra mesa y sonríe.

1 de agosto de 1999

1 comentario:

Anónimo dijo...

No sé por qué me da la sensación de que Arturo Pérez Reverte debe considerar que nos identificamos con alguno de esos criterios de comportamiento colectivo del que se precia ser buen conocedor. Este artículo representa el mejor ejemplo, por que de lo contrario creo que incluso sentiría vergüenza. Me refiero a esa faceta de españolito fantasmón que muestra a veces. No voy a contar sus batallitas de “intrépido navegante” cual dominguero con coche nuevo, prefiero hacerlo precisamente sobre este artículo, en el que no se sabe exactamente si satisfecho por la compra de derechos de una de sus novelas para ser llevada al cine, o enfadado ante la perspectiva de que le pudieran engañar, le sirve de perfecta excusa para sacar a relucir ese complejo de españolito, en este caso muy europeo y por tanto supuestamente buen conocedor del vino, criticaba, dejando mal parados a sus anfitriones con razón o sin ella y como escribe él, “por fastidiar”, el que estaban bebiendo a pesar de reconocer, cara al lector, que el vino era excelente. Esto me recuerda al típico estereotipo de fantasmón urbanita de gran ciudad, tengamos por caso Madrid o una Barcelona, de los que van de turismo a Asturias (mi tierra), y que a pesar de estar en muchas ocasiones habituados a la comida rápida de sobre, de microondas o a la carne con clembuterol, te vienen con todas las exigencias de quien presume haber comido en los mejores restaurantes del país (los de su ciudad claro está) y de un paladar acostumbrado a auténticas exquisiteces, pese a las generosas raciones de una extraordinaria calidad que le ofrecen; esa clase de turistas, sobre todo de años atrás con el turismo incipiente como recuerdan los viejos del lugar, que sin embargo en sus propias ciudades no habían comido caliente en toda su puta vida. Y quizás, como el provinciano que nunca ha dejado de ser, don Arturo debió de creer que le iban a llevar a uno de esos restaurantes de película, tipo palacio dieciochesco con sumiller de acento francés y todo el copón, olvidándose de la manera de ser del norteamericano, cuando gente con más categoría y dinero que él no le caen los anillos por comer en un restaurante como al que le invitaron, donde podrías encontrarte incluso al propio presidente de los Estados Unidos. Mucho tiene que aprender Arturito de mundología pese a todo lo que presume de ella.