domingo, 11 de julio de 1999

Una tarde con Carmen


Pues no hay mal que por bien no venga, piensa Antonio. La foca y la niña y la abuela están sentadas cada una en su sitio, con la sopa y las albóndigas, y nadie dice baja la voz que no oigo el telediario, ni espera un momento a ver qué ponen en Telecinco, o pásame el mando. Aunque parezca mentira, están hablando. Y es que al repetidor de televisión de la provincia le han puesto una bomba, zaca, y la tele se ha ido al carajo. Así que, gracias a eso, Antonio se entera de que su hija tiene novio, y la niña aprende un poco de su propia historia cuando la abuela cuenta los tres años que el abuelo, que en paz descanse, pasó con fusil y manta al hombro, justo antes de Franco; y también se entera de que el propio Antonio y su legítima se conocieron en un tranvía, circunstancia que le sirve para saber cómo eran los tranvías, y para descojonarse de risa cuando Antonio le cuenta que estuvieron tres años de novios y su madre se casó virgen.

Antonio no se lo puede creer: una tarde en familia. Pero su gozo dura poco; porque, como no hay telenovela, ni teleserie gringa con la que echar la pata, la mujer y la hija deciden irse al híper con la abuela. Antonio se niega a acompañarlas. Púdrete en tu reserva india, dicen las tordas. Y se abren. Y Antonio, cercano al éxtasis, se dispone a pasar la tarde enfrentado a los horrores de la soledad, en esa reserva india compuesta por dos millares de libros y medio millar de discos.

Antonio está que no se lo cree. Tres horas en el sofá, frente al televisor apagado, disfrutando de don José, Carmen y la compañía, mientras repasa aquel capitulo semiolvidado en que don Quijote alojóse en la venta que imaginaba ser castillo. Tres horas sólo interrumpidas por el acto de elevar más el volumen para fastidiar al vecinito de al lado, que ha puesto bakalao a toda mecha (pero te vas a joder, cretino, porque mi equipo tiene cien vatios más que el tuyo, y hoy te tragas esto como que hay Dios), o para reventar a la tontalpijo del quinto, que ha subido a decir que no le gustan los gorgoritos y que el volumen está muy alto (pero te van a ir dando, capulla, porque esta tarde te estás jalando Carmen, La Traviata y el Bolero de Ravel, como yo me trago la basura diaria de tus concursos y tus culebrones televisados), o para putear a los enanos raperos del piso de al lado, que por una tarde no tienen dibujos japoneses para subnormales voluntarios, de esos a base de mangas, terminators y la madre que los parió, y vagan por la escalera como zombies.

Y así ha echado la tarde Antonio, bebiéndose un coñac de vez en cuando, preguntándose qué haría toda la peña si de pronto el tiempo diera un salto de cincuenta o setenta años atrás. Preguntándose si les bastaría con Pipo y Pipa y con 20.000 leguas de viaje submarino, si el Guerrero del Antifaz compensaría la falta de Expediente X, si serían capaces de vivir sin gorras de béisbol y sin telepizzas. Si serían capaces de seguir por la radio, emocionados, la muerte de un papa, reír con un Gila sin rostro, disfrutar con Boby Deglané, vibrar con Alberto Oliveras o amar en la voz de Juana Ginzo a la novia de Diego Valor... Antonio tiene cincuenta tacos de calendario y sabe que cualquier tiempo pasado no fue mejor. Que hay tiempos y tiempos. Pero también sabe que, puestos a elegir, prefiere las canicas y el caballo de cartón, con sus inmensas limitaciones, a convertirse en un exterminador de extraterrestres. Que prefiere los reyes godos, la historia del Cid, la geografía y las cartillas de caligrafía a la mierda de la ESO. Que se queda con Gilda, Capra, Cecil B. de Mille, John Ford y Tony Leblanc antes que con las telebazofias norteamericanas a base de barbies con tetas de silicona. Por supuesto, no hay una lógica en ese tipo de preferencias; sabe que tal vez ni siquiera resistan un análisis lúcido, moderno y actual. Pero también sabe que él tiene razón, y que son los otros los que no la tienen.

A las siete regresan las señoras. La hija, como sigue sin haber tele, pide —milagro— un libro, y Antonio le da a elegir entre Bomarzo, de Mújica Laínez, que es largo, y El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, que es corto. La niña prefiere el corto, y ahora lee en su cuarto mientras la abuela escucha la radio en el suyo. En cuanto a la legítima, como sigue sin haber tele, acaba de sugerir irse un rato a la cama. Y Antonio, que no la veía tan marchosa desde hace años, apura el coñac y la sigue por el pasillo, canturreando bajito lo de Escamillo. Con una sonrisa feliz de oreja a oreja.

11 de julio

4 comentarios:

shinjii dijo...

Lo mismo que le dije en otra entrada de opinión, pero elevado al cubo. Aquí manifiesta que ignora totalmente en qué consiste un "manga" que no deja de ser un cómic de origen nipón. En Japón a diferencia de occidente, se consideran los comics un medio más, tan válido como la literatura u otros medios de expresión. En ellos nos podemos encontrar todo tipo de historias, unas mejores, otras peores, para niños, adolescentes, adultos, terror, introspectivas, biografías (la editorial EDT publicó una biografía de Hitler, ahora publicarán una de Mao Tse-Tsung, de manos de 2 maestros del manga), terror, humor, romance... Espada, brujería. No por desconocimiento se debe despreciar nada, imagino que no le gustaría que hiciesen lo mismo en países lejanos con su obra.

Saludos.

Anónimo dijo...

antes de hyablar del rap la cultura del hip hop en general o del manga anime lavate la boca ;)

Anónimo dijo...

Perdón, pero el animé que transmiten habitualmente en Occidente sí que es como para subnormales. En cuanto al rap y hip-hop, alguna vez los negros marginados hicieron jazz y blues. Hoy sólo hacen música que apenas merece tal nombre y en la que no que han hecho en sus letras es precisamente lavarse la boca.
RCG

Anónimo dijo...

Un artículo maravilloso. Estoy deseando que llegue el Apagón para estar igual: atrincherado en mi biblioteca