lunes, 18 de octubre de 1999

Tango


Llevo mucho tiempo acostándome temprano; pero esta noche vuelvo tarde a mi hotel de Buenos Aires. Mi editor argentino, Fernando Estévez, de quien me hice amigo hace años, en Montevideo, el día que fuimos al lugar exacto donde se hundió el Graf Spee, me ha tenido hasta las tantas de sobremesa en un restaurante; y el asado de tira y el vino tinto me salen por las orejas. Así que decido dar un paseo por esta ciudad que, a veces, según se la mire, aún se parece a la de siempre: la que descubrí en Blasco Ibáñez y después en los libros de Borges y Bioy Casares; la que conocí hace veintidós años cuando vine por primera vez camino de Tierra de Fuego, del cabo de Hornos, de las ballenas azules y de la Antártida, y que luego viví larga e intensamente durante la guerra de las Malvinas. Emilio Attili, el pianista melancólico, ya no toca en el bar del Sheraton, y el Bahía Buen Suceso, según me cuentan, lo hundieron los Harrier británicos en el canal de San Carlos. Por fortuna ya no hay siniestros Ford Falcon con faros apagados junto a las aceras, oliendo a Escuela de Mecánica de la Armada y a picana; pero siguen abiertos buenos bares en las esquinas adecuadas, la calle Corrientes no ha cambiado de nombre, y la pizzería Palermo y la librería anticuaria de Víctor Eizenman siguen en su sitio.

Al cruzar el vestíbulo del hotel me sorprende la música de un tango. Así que voy hasta la rotonda y allí, frente al bar, un pianista y un acompañante tocan "Sus ojos se cerraron", mientras una pareja de bailarines profesionales baila con esa perfección sublime que sólo dos argentinos son capaces de lograr. Él es joven, apuesto, de perfil latino, y viste de guapo porteño, con chaqueta estrecha, pañuelo blanco al cuello y sombrero ladeado. Sonríe todo el tiempo, mostrando una dentadura perfecta, resplandeciente, a lo canalla. Ella, delgada, más interesante que atractiva, con la falda del vestido abierta hasta el arranque del muslo, evoluciona precisa, impecable, alrededor de esa sonrisa.

Me siento a mirarlos y pido una ginebra con tónica. En las otras mesas hay gente: un par de turistas gringos, tipo Arkansas, que muestran su felicidad por presenciar, al fin, un genuino espectáculo flamenco; también algunos clientes del hotel y algunas parejas, matrimonios de cierta edad que parecen argentinos. Uno de esos matrimonios está sentado cerca de mí. Él, sesentón, tiene el pelo gris, va enchaquetado y encorbatado con mucha corrección; y ella lleva un vestido negro, discreto, que le sienta muy bien a sus cincuenta y tantos años muy largos. En ese momento termina la melodía y empieza otra nueva: "Por una cabeza". Y la pareja de bailarines se desenlaza; y ella por un lado y él por otro, se acercan a mis vecinos y los sacan a la pista. El hombre se mueve con elegancia, grave y serio, en brazos de la bailarina. Se nota que en sus tiempos tuvo, y retuvo. Pero lo que me llama la atención es la mujer: El bailarín se ha quitado el sombrero chulesco y mantiene la sonrisa blanca bajo el pelo negro, reluciente y engominado, mientras evoluciona con ella por la pista, al compás del tango, con una sincronía maravillosa. Es la primera vez que bailan juntos en su vida, por supuesto. Y resulta asombroso el modo en que la señora del vestido negro se adapta a la música y al movimiento de su acompañante; se pega a él y oscila de un lado a otro, manteniendo siempre una dignidad, un señorío admirable. Consciente de eso, el bailarín se ciñe a ella, respetando su manera de estar. Es alta, todavía hermosa de aspecto, y se nota que fue muy guapa y que aún lo sabe ser. Pero su atractivo proviene del modo de bailar, de la gracia madura e insinuante con que se mueve por la pista; con que evoluciona al compás de la música, lenta y majestuosa, segura de sí. Desafiante sin estridencias, ni necesidad de pregonarlo a los cuatro vientos. He aquí, dice toda ella, una señora y una hembra.

Al fin cesa la música, y el público aplaude. Y mientras el caballero se despide muy correcto de la bailarina y enciende un cigarrillo, el bailarín, con su pelo engominado y la sonrisa canalla, acompaña a la señora hasta su silla e, inclinándose, le besa la mano. Y ella sonríe calladamente, sin mirarnos a ninguno de los que tenemos los ojos fijos en ella, y que en ese instante daríamos el alma por ser capaces de bailar un tango con sus cincuenta y tantos años largos de clase y de silencio. Un silencio viejo y sabio, de mujer eterna. Uno de esos silencios que poseen la clave de todo cuanto el hombre ignora.

17 de octubre de 1999

3 comentarios:

Nando Bonatto dijo...

Tengo un tango
no dice esquina
adoquín o farolito
tampoco guapos
en lamento de amor

es una radio
en que habla un bandoneón
una mujer rasga el aire
con voz lenta

me cuenta de aguas blandas
o naranjos en flor

dicen el tango unos poetas
con nombre de poetas
Homero,Virgilio,Catulo
Enrique

tengo un tango
me ralenta el tiempo
y hasta me animo a cantar
cuando nadie escucha

Jorge dijo...

Sutil, preciso en los detalles y bello artículo Don Arturo.
El retrato que hace de esa enigmática Señora disparó mi imaginación y mi estético deseo. Si leyendo su descripción de la escena esa "señora y hembra" me fascinó, puedo imaginar las turbulencias latentes en su mirada radiográfica de reportero de guerra y trotamundos.
Supongo que cuando terminó su Gin Tonic y volvió a su mesa, habrá pedido otro para recomponerse.
¡Es que el tango...!

Vero dijo...

Quiero decirles que me enamore del tango
Desde Marzo que me mude al departamento que alquilo en Buenos Aires y que realmente me enamore perdidamente del tango, y no puedo creer que antes durante toda mi vida ignore su existencia
ALguna sugerencia para este verano?