lunes, 24 de abril de 2000

Yo también soy maricón


“Me dan asco los maricones”, declaró uno de los acusados, para justificar haberle pateado el cráneo a un individuo hasta dejarlo listo de papeles para la UCI, por el simple hecho de verlo salir de un bar frecuentado por homosexuales. El fiscal, que sin duda se muestra implacable en otras facetas de su digno oficio, se había limitado a lavarse las manos con una multa de 270.000 pesetas. Quizá consideraba que salir de un bar gay, además de una mariconada, constituye una provocación por parte de la víctima. El caso es que fue la acusación particular la que apretó las tuercas, y a los apaleadores se les ha aplicado por primera vez un artículo del Código Penal que considera agravante cometer un delito por motivos de discriminación religiosa, étnica, sexo, orientación sexual y cosas de ésas. Por suerte a nadie se le ocurrió aplicar como atenuante la imbecilidad de los agresores. Habrían salido absueltos.

Decía Bartolo Cagafuego —un amigo mío— que en España no hay más justicia que la que uno compra. Por eso alegra comprobar que también a veces hay jueces con vergüenza torera, capaces de hacer compatible la dura Lex sed Lex con palabras como honradez, compasión y sentido común. Recuerdo el caso citado hace días por mi vecino el rey de Redonda, glosando la ausencia de ensañamiento, según sentencia judicial, de un fulano que le asestó siete mil puñaladas a la víctima, porque según los jueces al fiambre sólo le dolieron las primeras quince. El caso es que hoy traigo yo la judicatura a cuento porque en ocasiones brilla la luz en las tinieblas. O sea, que a esos cretinos tan machotes y viriles que le dieron las suyas y las del pulpo al homosexual a la puerta del bar, se los han calzado como Dios manda. Y hoy dedico esta página a tirar cohetes y decir que me alegro. Y es que, como dice mi ávido lector el notario de Pamplona, yo también soy un poco maricón. No porque me gusten los señores, sino porque no me gustan los hijos de puta que se erigen en justicieros y Mister Proper de su calle o de su barrio y se juntan en grupitos para darse valor miserable en los linchamientos. Quiero decir que soy maricón solidario, y a mucha honra. No simpatizo con la locuela emplumada y escandalosa que va por el mundo exigiendo que le partan la cara —y a veces encantada de que se la partan—, pero desprecio infinitamente más al semental estúpido, al supermacho castigador que marca paquete en función inversamente proporcional a la consistencia de su deprimente masa encefálica. Un imbécil es un imbécil con pluma o sin ella, y la tele y la radio, por ejemplo, son un buen muestrario en los últimos tiempos: cada programa tiene su maricón. Eso me parece bien; lo malo es que cada programa, por aquello de la audiencia, compite a veces por demostrar quién tiene al más maricón. Y eso crea cierto barullo. Y lo que es peor, una imagen que no siempre es representativa, ni justa.

Pero, en fin. En lo que se refiere al homosexual de toda la vida, al gay normal, de infantería, de andar por casa, al que es ingeniero, o bombero, o albañil, y tiene su orientación o su opción sexual definida hacia el mismo sexo, ya de modo asumido y satisfactorio o —lo que es frecuente— como condena a la infelicidad y la soledad más terribles, me gusta dejar siempre clara mi buena voluntad, cuando la vida me lo pone cerca. El deseo sincero de que tenga serenidad y felicidad, en un mundo difícil donde hace sólo tres siglos, a los putos los quemaba en la hoguera la Santa Inquisición —por cierto: no sé si el Vaticano, tan dado últimamente a pedir perdón y envainársela por cosas viejas y prescritas, tiene intención de pronunciarse al respecto uno de estos días, por cosas mucho más actuales y vigentes—. Hace poco, con ocasión del rodaje de Gitano, tuve ocasión de compartir cervezas y paseos por Granada, con alguien cuya sinceridad e inteligencia dieron pie a que yo atendiera con interés, amistad y respeto. Lo que más me conmovió fue la intensa y lúcida tristeza que acompañaba cada una de sus reflexiones. Y sólo de pensar que a ese fulano bueno y sensible lo agarren unas malas bestias para darle una paliza, me quema la sangre y me da —lo siento, pero me da— impulsos de matar. Como me los da ver un campo de exterminio nazi, un violador, un limpiador étnico, un perro abandonado, o un delfín agonizante en una red. Pero, qué diablos. No todo es tristeza, frustración y acoso. O al menos ese tipo de acoso. Sin ir más lejos, uno de los tíos más deseados por las señoras es un gay como la copa de un pino, público y confeso, que se llama Rupert Everett. Hasta Madonna ha querido salir sobándolo en el video de la nueva versión de American Pie, e incluso una bellísima jovencita, a la que conozco bien, ha visto ocho veces La boda de mi mejor amigo. Imagino la quina que estarán tragando algunos, con mi primo. Eso sí que revienta.

23 de abril de 2000

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