domingo, 17 de septiembre de 2000

La carta de Brasil


El otro día vino a casa Tico Medina, el Gran Tico, el último reportero, a quien el mutis lo pillará exactamente así, de viaje, con su chaleco y su maleta y esa eterna curiosidad profesional mezclada de bondad que desde hace casi medio siglo arrastra de acá para allá, incansable, de las guerras a las plazas de toros, la farándula, las aventuras en Sudamérica, la vida fascinante de esa vieja escuela de putas del oficio que fue el diario Pueblo. Por eso siempre me alegro al verlo de nuevo; pasa igual cuando veo en el café Gijón al querido Raúl del Pozo, prueba viviente de que se puede tener el alma golfa, culta y decente a la vez; un Raúl que también en los tiempos de Pueblo, cuando algunos demócratas de ahora todavía eran flechas de la OJE, ya escribía como Cristo bendito, si Cristo bendito fuera columnista.

El caso, decía, es que el otro día estuve con Tico, que sigue al pie del cañón. Ni se jubila ni maldito lo que le apetece, y siempre le digo que su divisa o su epitafio —como es supersticioso, nunca deja que hable de epitafios— podría muy bien ser: «Si paro palmo, y si palmo, paro». Estuvimos un rato hablando de los viejos tiempos, y revisamos fotos de los años setenta, donde aparece el arriba firmante con veinticinco tacos menos. Luego Tico se fue, y yo guardé las fotos, y estando en eso me quedé con una en las manos. Fue tomada en Beirut en 1976, durante la batalla del barrio de Hadath, y en ella estoy hecho un pipiolo junto a un joven armado hasta los dientes, Kalashnikov al hombro y granadas al cinto, que se llamaba —todavía se llama— Elie Bu Malham. Ahora ese mismo Elie tiene cuarenta y tantos, un par de hijos y vive en Francia, creo. Pero al día que nos hicimos aquella foto, tenía sólo diecinueve, era miliciano de las fuerzas cristianas libanesas, y desde hacía un año y medio llevaba en el bolsillo una carta escrita en portugués. Una carta que no había leído nunca.

Cierta noche en que el frío no dejaba dormir, agazapados en una trinchera de Abu Jaude a esa hora en que se intercambian confidencias y cigarrillos fumados con la brasa oculta en el hueco de la mano, Elie me contó la historia de la carta. En realidad era una anodina historia de amor juvenil: una chica brasileña de vacaciones en Beirut antes de la guerra, un beso furtivo, una despedida, y al cabo del tiempo una carta escrita en portugués que Elie nunca había podido traducir —sólo hablaba un poco de francés—, pero que llevaba consigo a todas partes, como un fetiche. Le dije que yo podía leérsela; y Elie, lleno de ansiedad, sacó de su cartera el sobre con la hoja de papel doblado y desdoblado cientos de veces. La única carta de amor que había recibido en su vida. Nos pegamos al suelo de la trinchera y leí primero para mí, ocultando bajo mi cazadora la luz de la linterna. No era gran cosa: la chica agradecería las atenciones, aseguraba que era un chico muy simpático y nada más. Una carta sosa, agradecida, casi de compromiso. «Tradúcela», pidió Elie, agarrándome del brazo. Me miraba como si le fuera mucho en ello, así que lo hice; pero a la mitad comprendí, por la cara que podía verle al resplandor de la linterna, que aquello era muy frío. Decepcionante. Así que decidí, sin exagerar demasiado, adornársela un poco. Hacia el final, el «muchacho muy simpático» se convirtió en «muchacho encantador e inolvidable», y el «afectuoso saludo de tu amiga», etcétera, acabó siendo «un tierno beso de la que jamás te olvidará», o algo así. Fue mi buena acción —pocas hice— aquel año. A Elie le brillaban los ojos, estaba feliz, y al terminar me pidió que le repitiera la carta al día siguiente, para copiarla al árabe y poder leerla cuantas veces quisiera. Se lo prometí, pero al día siguiente hubo un ataque Fedayin, Elie y yo tuvimos otras cosas en qué pensar y nos perdimos de vista. Lo encontré seis años más tarde, en la misma guerra y en el mismo sitio. Para entonces, Elie ya era comandante. Sabía que yo iba y venía también con los otros bandos, palestino, sunita y chiita; pero aún así hizo cuanto pudo para facilitarme el curro, y me llevó con su unidad de kataeb a lugares donde no dejaban ir a periodistas. Se había casado con una de las chicas Sneiffer, las hermanas más guapas de Hadath, tenía una hijita que lo abrazaba llamándolo por su nombre, y lo vi llorar una noche que volvíamos del frente hechos polvo y la vio dormida en su cuna. Nos encontramos más veces hasta que en el 91, harto de la guerra, después de combatir durante dieciséis años, emigró con su familia a Francia sin un duro, en busca de trabajo. Me escribió un par de veces, y en ocasiones todavía recibo una postal suya. Nunca volvió a mencionar aquella carta brasileña. Sospecho que alguien se la tradujo de nuevo más tarde, y que la versión fue distinta.

17 de septiembre de 2000

No hay comentarios: