domingo, 23 de julio de 2000

Las preguntas de Octavio


Ocurrió allá por marzo y en Galicia, así que a muchos de ustedes se les habrá olvidado. A los que seguro que se les ha olvidado de verdad es a los golfos y las golfas, quiero decir a los políticos, que se dejaron caer por el entierro con cara de circunstancias para decirle a los periodistas que la terapia era correcta. Hagan memoria. El hijo era esquizofrénico, el padre era taxista y la madre estaba al límite de los límites. Habían removido cielo y tierra para conseguir un poco de ayuda que les permitiera seguir vivos con dignidad y con decencia. Con la mínima. Sumaban ya años de palabras vacías, de palmaditas en la espalda, de mucha sonrisa y mucha larga cambiada. El diagnóstico era trastorno mental grave, con accesos de violencia. Para el chico, cuanto se movía delante era enemigo. Para hacerle frente al problema, todo lo que la administración de mierda de este país de mierda proporcionaba a esa familia —sin recursos para irse a un sanatorio de Miami—, eran drogas para dormir a un toro de lidia y buenas palabras, y cejas comprensivamente enarcadas de 9,00 a 16,00. El resto del tiempo, amén de las noches, que con un majara en casa se hacen más bien largas, aterriza como puedas. Segunda y última puntada: después de años así, un día la madre se levanta de la cama después de pasar la noche en blanco y pensándolo. Luego le corta el cuello al hijo, escribe una nota para su marido, coge el mismo camino por el que cada día llevaba a su zagal hasta el centro terapéutico o como carajo se llame, va a la playa, se mete en el agua y nada hacia adentro sin preocuparse de volver. Luego, cuando la sacan tiesa, el taxista los entierra a ella y al hijo, y todavía tiene que oír en el funeral cómo la conselleira, o la subsecretaria, o la Bernarda y su chichi, o quien carajo fuera la que estuvo largando allí, le da capotazos a la prensa y se lava las manos en una jofaina del tamaño de una plaza de toros: que si el entorno familiar no era el adecuado —evidentemente no lo era—, que si la terapia —a cualquier cosa la llaman terapia— resultaba indicada en esos casos, etcétera. Y para apuntillar, la tele se descuelga con reportajes presentados por compungidos presentadores, diciendo hay que ver, pero claro, la cosa estaba mal, el chico tenía poca solución. Incluso la madre, insinúa un médico, también necesitaba asistencia psiquiátrica. Nos ha jodido. Y cualquiera. Al final, casi resulta que la culpa fue del taxista. Al hilo de todo este asunto, mi amigo Octavio, el celta irreductible, con quien estuve el otro día tomando copas en Santiago de Compostela, me hacía a la tercera ginebra unas preguntas ingenuas. ¿Es lícito —inquiría, en esencia— que con este panorama, los señores diputados se suban el sueldo cada quince días, para pagarse con la Visa Oro putas que les metan un pepino en la recámara?... ¿Es lícito —seguía preguntando mi amigo, siempre en esencia— que no haya asistencia eficaz para la familia del taxista, y no se construyan centros adecuados porque el dinero hace falta, por ejemplo, para pagar los viajes de Fraga a Cuba?... Octavio es joven, claro. Roza la palabra desesperación, como todo ser humano lúcido; pero aún no llega a asumirla del todo. Algunos, yo mismo, habríamos podido añadirle unos cuantos es lícito más. ¿Es lícito —verbigracia— que después del entierro el taxista coja el hacha de cortar leña o la escopeta de caza y se dé una vuelta por algunas entidades y despachos oficiales para agradecer los servicios prestados?...

Hoy me va quedando ya poca página, así que dejaremos que las respuestas las decida cada quisque. En cualquier caso, déjenme meter la mano al azar en el correo y sacar una carta, una cualquiera de esos cientos que no contesto nunca, y anticiparles una nueva función para que la conselleira, o el subsecretario, o quien carajo sea el bocazas de turno, pueda salir en un próximo telediario. Ella, cincuenta años, Alzheimer grave, encamada, que vive sola con su marido. Él, más o menos de su edad, lleva meses sin dormir más de cinco minutos seguidos, porque ella no para de noche ni de día entre gritos, terrores que le van y le vienen, días que come y días que no. A ella no la quieren en una residencia privada —que además habría que pagar a tocateja—, y no puede ir a una pública porque es demasiado joven. A él, cada vez que peregrina en busca de una solución, lo único que le dan son sonrisas comprensivas para su tragedia. Resignación, ya sabe. La vida es dura. Nosotros tenemos normas, bla, bla. Ojalá pudiéramos ayudarle. Etcétera. Todo tan clásico y previsible que da náuseas por anticipado. Y luego, ya saben: después del entierro, o de la foto del furgón policial, ustedes, yo, todos nosotros, tendremos quince segundos de telediario para horrorizarnos como es debido, antes de zapear de nuevo entre la liga de campeones y el Gran Hermano y la puta que nos parió.

23 de julio de 2000

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