martes, 9 de marzo de 2004

El retablo intermitente de Murcia


Al fin, colega, me digo. Llevas años blasfemando en arameo por culpa de los párrocos, obispos o sujetos a quien corresponda, que mantienen cerradas iglesias y catedrales impidiéndote visitarlas. Los malajes. Y no es que uno se incline al agua bendita. De eso me curé leyendo, jovencito, y terminaron por rematarlo veintiún años de mochila, cuando me ganaba el jornal enseñando muertos en el telediario, y me hubiera encantado –lo juro por mi perro– que de veras hubiera un responsable de todo aquello en alguna parte, para dirigirme a él y ciscarme en sus muertos. El caso es que así, leyendo, viajando, mirando alrededor, aprendí lo que comentaba aquí hace unas semanas: que las iglesias y las catedrales forman parte de mis diez mil años de memoria, y que sin ellas, sin lo bueno y lo malo que representan y recuerdan, monumento a la fe, a la historia, al espíritu noble del hombre y también a su capacidad de manipulación y engaño, es imposible entender el mundo actual, el Mediterráneo, Europa y lo que todavía llamamos Occidente. Por eso hace mucho que defiendo en esta página la asignatura de Religión. No como la plantean mis primos –no me hagan señalar–, currándose un modo de seguir mojando pan en todas las salsas sin perder el paso de baile con los nuevos ritmos. No. Hablo de la religión católica como cultura objetiva. Como explicación imprescindible de lo que fuimos y lo que somos.

Al grano. Les decía que fastidia mucho llegar a un sitio, dispuesto a visitar la iglesia románica, la catedral o lo que sea, y a diferencia de lo que suele ocurrir en Francia o Italia, encontrártelas cerradas; y a menos que le comas el tarro al secretario del ayuntamiento o a un sacristán que salga a por tabaco, vas listo. Recuerdo, hace poco, dos días de navegación hablando del gótico amurallado, el amarre del barco en Palma de Mallorca, la cuesta ciudad arriba con un calor del carajo –era verano–, y la puerta de la catedral cerrada a las doce de la mañana. También es verdad que la chusma de patas peludas y bodis fosforito comprimiendo lorzas de tocino que circulaba por allí no merecía otra cosa, la verdad, sino que el gótico se lo amurallasen y hasta pusieran campos de minas en el atrio. Pumba, pumba. A tomar por saco. Pero bueno. Unos cuantos justos, supongo, aparte de mí, se quedaron sin catedral. Y fastidia.

Pero aquí me encuentro hoy, vive Dios. En Murcia. Y veo ese pedazo de catedral maravillosa con las puertas abiertas de par en par. Me froto los ojos, incrédulo. Ocho de la tarde. Esto parece Europa de verdad, me digo. Así que entro, mojo los dedos en agua bendita –la vieja costumbre– y contemplo esa belleza estupendamente restaurada. Paseo con las manos a la espalda, disfrutando como un gorrino en un maizal. Y así llego ante la reja del altar mayor, cuyo retablo está a oscuras. Ya la jodimos, pienso. Toca aflojar la mosca, o sea, el óbolo. Pero qué diablos. Uno lo afloja con mucho gusto en este sitio. En la maquinita pone: 1 euro. Saco la moneda correspondiente del bolsillo, y la meto. Clic. El retablo se enciende. Retrocedo cinco pasos para admirar mejor el panorama, y al tercer paso el retablo se apaga. Contrariado, vuelvo al aparato, busco en el bolsillo. Por suerte llevo más monedas. Meto el mortadelo en la ranura. Se enciende el retablo, retrocedo de nuevo, se vuelve a apagar. Sapristi, mascullo, finolis –en una catedral no es cosa de ponerse a jurar a los doctrinales–. Dos euros por treinta segundos de luz es una pasta. Lo mismo no funciona bien el tragaperras, concluyo. Veo un interruptor, lo toco a ver qué pasa, y apago una batería de lamparillas eléctricas que hay cerca, también a un euro la lucecita. Miro en torno, avergonzado, pero no me ha visto nadie. Uf. Así que hago un último intento, e introduzco una tercera moneda. Ahora no se enciende nada. Ni lamparillas, ni retablo. Aguardo, paciente. Por fin se enciende todo muy despacio, aleluya, y echo una carrera hasta los bancos –corriendo de espaldas, a riesgo de romperme la crisma con un reclinatorio– a ver si llego a tiempo de ver algo. Pero ni hablar. Al tercer paso, el retablo se apaga. Entonces, la verdad, pierdo los papeles. Cagüentodo. Me voy a la máquina y empiezo a sacudirle golpes, como en las cabinas telefónicas, a enchufar y desenchufar cables ciscándome en el retablo y en el copón de Bullas. Y de pronto apago media catedral. Entonces, acojonado, aprovechando la oscuridad, salgo por pies. O sea, huyo. Como un ladrón en la noche.

8 de marzo de 2004

1 comentario:

Amig@mi@ dijo...

Pues ¿Sabe usted qué le digo? ¡Qué lo tenían merecido!
Una historia que le puede pasar a cualquiera. Ahora, yo no llego al segundo € ni loca.
¡Qué bonita es Murcia!
Saludos