domingo, 2 de diciembre de 2007

Abordajes callejeros y otras situaciones

Soy el hombre más cortés del mundo –sostiene Heinrich Heine en sus Cuadros de viaje–. No he sido grosero nunca, incluso en esta tierra llena de insoportables bellacos que vienen a sentarse al lado de uno, a contarle sus cuitas e incluso a declamarle sus versos…» Aunque esa cita figura como epígrafe en una de mis primeras novelas, no llego a tanto. Pero es cierto que, sin tener la delicadeza de don Enrique, nunca soy descortés con nadie que me aborde por la calle, en un café o en donde sea, declamación de versos incluida. Cada vez, haciéndome cargo de las circunstancias, cierro el libro que leo o interrumpo la conversación que mantengo, me pongo en pie si la situación lo exige, saludo y firmo lo que haga falta. Hasta con nombre ajeno, cuando me confunden con otro. Sin pegas. También me hago cientos de fotos con esos malditos teléfonos móviles con cámara que ahora todo cristo lleva encima. Por supuesto, si alguien trae una novela mía, la dedico con gusto y sincero agradecimiento. Todo eso también lo hago cuando me interrumpen ocupado en otras cosas, incluso aunque no esté de humor para la vida social. Pues todo hay que decirlo: la peña, en su espontánea buena voluntad, no siempre es capaz de calcular la oportunidad del abordaje. Una cosa es que te digan que son lectores tuyos y que firmes la servilletita del café, y eso ocurra cuando estás solo y relajado en un lugar tranquilo, leyendo el periódico. Otra, que pretendan hacerse fotos contigo llamando la atención en un sitio donde quieres pasar inadvertido, o mientras una mujer te pide el divorcio, o cuando un amigo te cuenta que tiene cáncer y le queda un telediario. Por ejemplo. Aun así, trago. O suelo tragar. Es precio de la vida y del oficio. Además, la gente –ser lector de libros ya es un filtro razonable– suele ser comedida, y a menudo agradable. 

A veces, sin embargo, la inoportunidad desarma tu cortesía. Una vez, en Valencia, tuve que decirle que no –sonriendo cortés y sin detenerme– a una señora que exigía autógrafo y conversación mientras yo iba con mucha prisa porque llegaba tarde a una cita de trabajo, y se quedó atrás, llamándome de todo. En otra ocasión, un amable turista encajó mal que me negara a fotografiarme con flash a su lado frente al altar mayor de la catedral de Granada, sin que mi explicación –«Éste no es lugar adecuado»– lo convenciera en absoluto. Aun así, sólo una vez mandé al individuo literalmente a hacer puñetas. Ocurrió hace poco, en la calle Mayor de Madrid. Yo estaba parado en la acera, hablando por teléfono, y un transeúnte daba vueltas alrededor, esperando a que terminase para decirme algo. Como mi conversación se prolongaba, el hombre, impaciente, empezó a darme toquecitos en el hombro. Lo miré, sonreí, hice un ademán indicando el teléfono y seguí mi conversación. El tipo esperó unos treinta segundos y volvió a tocarme el hombro. Dejé de hablar y lo miré inquisitivo. «Tú eres Reverte, ¿verdad?», dijo entonces el fulano. Compuse otra sonrisa de excusa –esta vez me salió algo crispada–, seguí hablando por teléfono, y el prójimo, tras esperar un poco más, volvió a tocarme en el hombro. «Te sigo mucho», dijo. Ahí fue, lo admito, donde ya no pude contenerme: «Pues deje de seguirme –dije– y váyase a hacer puñetas». 

En cualquier caso, nada de eso puede compararse con lo que me ocurrió hace algún tiempo, en el hoy desaparecido Gran Bar de Cartagena. Había entrado un momento en los servicios de hombres, yendo a situarme cara a la pared, donde uno se sitúa en tales lugares. El mingitorio vecino, separado del mío por un pequeño panel de mármol, estaba ocupado por un individuo, y allí nos aliviábamos ambos, codo con codo, cada uno ocupado en su asunto. De pronto, a media faena, el fulano se volvió a mirarme y exclamó: «¡Anda la hostia, si es Pérez-Reverte!». Imaginen mi situación. Aun así, con cierta presencia de ánimo, hice lo que pude: sin desatender la delicada operación en que me hallaba, sonreí y, algo cortado, dije buenos días. Mi vecino de toilette debía de ser un lector entusiasta, porque no satisfecho con el intercambio verbal, se aplicó unas sacudidas monumentales en el instrumento para acabar pronto, dijo «tanto gusto» y me tendió, por encima del panel de mármol, una mano franca. No sé qué habrían hecho ustedes en mi lugar. Yo tenía ambas manos ocupadas, por supuesto, donde pueden imaginar. Pero en la estrechez de aquello, no había escapatoria. Además, la sonrisa del fulano era feliz, resplandeciente de puro sincera. De verdad se alegraba de verme allí. Así que, resignado, liberé la diestra lo mejor que pude, y con ella estreché la de aquel hijo de puta. 

2 de diciembre de 2007 

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