domingo, 22 de diciembre de 2013

El guerrero urbano

Esta noche ceno con tres amigos, para agradecerles un par de cosas: Jeosm, Rise y Lose. Hay deudas que uno no logra pagar en su vida, aunque lo intente, y la que tengo con ellos no podré liquidarla nunca. Pero hago lo que puedo: las reglas son las reglas. Una de esas maneras es juntarnos de vez en cuando, tomarnos unos vinos -menos Lose, que no prueba el alcohol- y luego irnos a cenar y reír un rato. Yo suelo estar callado, porque los que tienen cosas interesantes que contar son ellos. Así que me limito a ponerlo fácil, hacer preguntas y escuchar. Lose acaba de hacerse su chapa -su metro- número 511, y esta noche es la estrella. Él se lleva el homenaje. Pero es que, además, Lose es un interesante personaje. Con decir que sus colegas lo definen de guasa como «un enfermo», está dicho todo. O casi. Tiene treinta años y es menudo, bajito, pero su aparente fragilidad engaña un huevo. Cuando se arranca y te cuenta, crece cuatro palmos. Lose es un guerrero urbano duro, de acero inoxidable. Siempre bromeamos sobre los macarras de pastel y chulitos de discoteca; que no tienen media hostia, pero con los que las nenas se licuefactan, o se licuan, o como se diga. Qué sabrán ellas, le comento. Para leer biografías en la cara hay que tener unos años y ser lista, y ni todas tienen los años suficientes ni todas lo son. Tendrían que verte avanzar en la noche, saltar tapias, meterte a oscuras por respiraderos, reptar bajo sensores electrónicos, colarte por la cara en trenes camino de Ámsterdam, o de Berlín, con cuatro euros en el bolsillo -llevas en el paro desde que el cabo Finisterre era soldado raso-, dispuesto a hacerte aquel metro o aquel tren de cercanías que viste en Internet o del que te hablan los amigos. Dormir en cajeros automáticos o bajo cartones, pasando frío, hambre y miseria, bajo la lluvia, al acecho como un cazador paciente. Robar unos alicates en una ferretería de Budapest, tú que no hablas ni inglés, para cortar la alambrada que te separa de las vías del tren con el que sueñas. Para vivir cinco minutos de gloria. Para volar treinta segundos sobre Tokio. 

Hablamos largo y estrecho mientras despachamos anchoas y fideos al horno. Él y los colegas se abren a mí con lealtad, y me enorgullece que lo hagan. Saben, porque lo hemos hablado, que no apruebo el asunto. El vandalismo que ensucia, afea y destruye. Pero también saben que respeto la parte respetable: los códigos, el compañerismo, la retorcida épica de sus incursiones nocturnas -misiones, las llaman-. De su deporte de riesgo, como dice uno de ellos. No apruebo, pero intento comprender. Y Lose es uno de los elementos claves para eso. Para penetrar lo que tienen en la cabeza. Un sujeto valioso. Con sus puntas de entrañable sociópata, desde que a los diez o doce años se puso delante de una pared virgen y mártir: «¿Artista? Yo no he sido artista en mi puta vida». Lo he visto planificar con los amigos, ejecutar, contarlo. Y, pese a la mili que llevo a cuestas, me quedo fascinado. Mirándolo. Escuchándolo. Así, comprendo el respeto con el que lo tratan sus colegas. Mi propio contradictorio y desconcertado asombro. Entiendo por qué Lose, con su metro sesenta y su engañosa sonrisa tímida, es el rey de Madrid y de allí donde se mete. Un héroe oscuro de nuestro desquiciado tiempo. 

Se ríe mientras nos cuenta. Así es él. Con esa mezcla de candidez y audacia que lo hace tan singular. Hace una semana justa, a estas mismas horas, estaba corriendo con los vigilantes detrás, a ciegas en la noche, arriesgándose a romperse el alma. Iba con unos colegas, pero cuando les dieron el marrón todos los jurados se fueron derechos a él. «Como soy el más bajito, siempre se tiran a por mí. Al más fácil», comenta resignado. Estoico. Alguna vez, aunque es incapaz de hacerle daño a una mosca, Lose se lleva un nunchako de artes marciales, y cuando se le echan encima los jurados, lo saca y hace molinetes poniendo cara de loco, zas, zas, zas, para que se queden lejos y le dé tiempo de salir corriendo. Pero no siempre funciona. Anoche lo ligaron y pretendían que se comiera lo suyo y lo que no era suyo. Pero él, naturalmente, sólo pasaba por allí, y el pasamontañas lo llevaba por el frío. Y en mitad de la conversación, en plena calle, con tres policías dándole una bofetada de vez en cuando, nos tomas el pelo o qué, a su madre -que le cocina macarrones, su plato favorito- se le ocurre llamarlo por teléfono. «Oye, hijo, que ese Pérez-Reverte acaba de hablar de ti en la radio». Y Lose, con los tres maderos alrededor, los mira y responde: «Ahora no puedo atenderte, mama, que estoy ocupao». 

22 de diciembre de 2013

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Joder, qué inmenso...





eres!.

Maestre Patarrán dijo...

Que grande...!
Ahora no que toi ocupao.
Grande no, Enorme...!